Por Juan Luis González y Mario De Fina.-
El miércoles 3 de agosto de 2022, La Pampa fue escenario de lo imposible: ocurrió un hecho, y también lo contrario. Al mismo tiempo. Y casi en el mismo lugar.
En Santa Rosa, la capital de esta provincia corazón de Argentina, funcionarios se reunieron con ambientalistas de distintas organizaciones para firmar la creación del Parque Nacional El Caldenal, y así cuidar al árbol que sólo crece en este lugar del mundo y que —pese a que La Pampa lo lleva en su escudo— perdió más de dos tercios de su bosque original. “Hay que jerarquizar la conservación de esto, que es el último reducto de caldén que tiene Argentina”, dijo una de las enviadas de Nación.
Pero, en ese mismo momento, a menos de 100 kilómetros, ocurría algo muy distinto.
A una hora de viaje de la capital, hay un pueblo fundado por exiliados del País Vasco. Se llama Macachín y araña los 4000 habitantes. En un salón de esta pequeña comunidad —no en Santa Rosa—, se debatía sobre el gasoducto Néstor Kirchner, la obra civil más importante de este milenio. Casi como si se quisiese guardar el secreto. Al menos, esa fue la sensación que tuvieron la decena de vecinos asustados que, casi de milagro, se enteraron que allí sucedería esta audiencia y se hicieron presentes.
Pasado el mediodía, mientras en Santa Rosa se anunciaba la creación de un parque nacional para cuidar a los caldenes, en Macachín parecía ocurrir exactamente lo contrario: funcionarios de Nación y Provincia, más representantes de la empresa que ganó una licitación multimillonaria para construir el gasoducto, confirmaban que se iban a destruir cientos de ellos. Que iban a depredar a ese árbol que, para muchos pampeanos, es sagrado.
La audiencia duró más de dos horas y tuvo varios momentos de tensión. Todos los vecinos que estaban ahí habían recibido, un mes antes, una visita de empleados de la Secretaría de Energía de la Nación. En ella, les habían notificado que, durante un año, iban a disponer de sus campos y arrasar una parte de ellos para hacer el gasoducto. Con una particularidad: ninguno de los afectados podía hacer absolutamente nada para oponerse a lo que se considera un bien estratégico para el país, según dice la ley.
—Pero lo que rompamos lo vamos a reponer —aseguró un funcionario durante la audiencia, cuando los ánimos comenzaban a caldearse.
—Este tipo de razonamientos es lo que nos duele y angustia: hicieron una traza sin tener al caldenal en cuenta. Este bosque no lo podés “reponer”, no lo recuperás nunca más, es un monte de miles de años. No es que se vuelve a forestar: primero, porque ni mis hijos van a llegar a verlo y, segundo, porque por donde pasan los caños no se pueden volver a hacer árboles —respondió una vecina de la zona que prefiere mantener el anonimato por el miedo a que se genere una posible represalia.
Ella, como los otros que estaban ahí, tiene caldenes en sus campos.
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Para llegar hasta este árbol en particular, hay que pasar cinco tranqueras. Todas son pesadas y viejas. Salvo la que se comunica con el camino de tierra, ninguna tiene candado. El campo es gigante, y el caldén, su gran protagonista. La 4×4 avanza lenta, cómplice del fotógrafo, y la postal se repite: las ramas puntiagudas, apuntando al cielo y enroscadas como vasos sanguíneos, y la corteza gris que aguanta las ráfagas de viento pampeano y ahora se prepara para resistir contra los caños de tres toneladas que van a unir Vaca Muerta con la provincia de Buenos Aires.
Hay decenas. Son árboles gruesos y orgullosos, que llegan a medir hasta 12 metros de alto y dos de diámetro, y que al momento del recorrido están —como la mayor parte del año— secos. Las dueñas del campo, dos hermanas nacidas y criadas en este lugar (que temen dar sus nombres), cuentan que, para noviembre, el paisaje cambia radicalmente: entonces las pequeñas hojas del caldén se asoman con un verde potente y de la punta de sus ramas llenas de espinas surge un fruto amarillento.
Es la chaucha, que no mide más de 15 centímetros, pero cuyas semillas dan de comer a todos los animales que pasan por ahí. “En esa época, el campo se pone precioso”, dice la mayor. Esa imagen del caldén florecido es la que está en todas las monedas argentinas de 10 pesos.
Los caldenes parecen estar en este suelo desde el principio de los tiempos.
Tan es así que los mapuches, pobladores originales de esta tierra, tenían una palabra para él. Le decían “huichru”, que se pronunciaba “huitrú”. A los mapuches se los llevó puesto el progreso que también se comió una parte importante de este bosque.
La madera gruesa del caldén es ideal para todo tipo de muebles, pisos y envases. Y durante gran parte de los siglos XIX y XX, se los taló con ese fin. Las decenas de estaciones de trenes en el sur de La Pampa, que otrora cargaban a diario vagones llenos de la preciada madera de este árbol, lo atestiguan.
Las vías abandonadas y el caldén en peligro de desaparición, también: de las 3,5 millones de hectáreas originales —el 24% del territorio pampeano—, hoy quedan 1,6 millones. Apenas el 11%.
El mote actual es una vulgarización de su denominación científica, prosopis caldeniae. Del nombre que le habían dado los mapuches lo único que queda es una famosa marca homónima de ropa chic de San Isidro, provincia de Buenos Aires, muy usada por el jet set de la zona y en las tapas de las revistas de moda.
Podría ser una advertencia cruel de la historia: lo que no se cuida puede desaparecer o, peor aún, convertirse en un adorno para una publicación en la red social del momento.
El árbol que buscan las hermanas es distinto al resto. En este viaje al fondo del campo —y al fondo de su infancia—, sobran las palabras para resaltar la importancia del caldén. Es que está ahí a la vista: las vacas que comen los arbustos que crecen bajo él, las maras —un simpático roedor que llega a pesar 10 kilos, famoso en la zona por ser un mamífero monogámico que vive y muere junto a su pareja— durmiendo bajo su sombra, las lechuzas en las ramas y, en un día de suerte, los ciervos pampeanos que se esconden detrás suyo.
“Es que su presencia en esta zona no es casual, sino que es fundamental para una función natural: mantener el equilibrio en un suelo frágil y tendiente a la erosión. Por eso es tan importante cuidar esta especie que sólo existe acá y que viene siendo sumamente depredada”, explicará semanas después, y vía Zoom, el ambientalista Ignacio Castro, autor del libro Corredor Biogeográfico del Caldén: regresión, abandono y defensa.
Al fondo del campo, a media hora de caminata desde la tranquera, está el caldén buscado. Es más grande que el resto —lo que da cuenta de sus años, que las hermanas calculan arriba de los dos siglos— y tiene dos particularidades. Está solo, a diferencia de los otros que suelen crecer rodeados de sus pares, y entre sus raíces se encuentran los restos del padre de las mujeres. “Es que este era su lugar en el mundo: abajo del caldén venía a leer, a tomar mate, a pensar. Antes de morir, pidió que lo enterremos acá”, cuenta la menor.
A ellas la vida les cambió entre julio y agosto de 2022, en lo que tarda un terco empleado de la Secretaría de Energía en contarles la cruda realidad: quieran o no, el gasoducto va a atravesar sus terrenos.
Es la misma situación que viven todos los que habitan la traza de esta obra, que, en el sur de La Pampa —específicamente, desde el este de la localidad de Chacharramendi hasta el oeste de Macachín—, significará el desmonte de centenares de caldenes, incluso aquellos que resguardan los restos de algún ser querido.
En los campos al sur de Quehué, donde está el de las hermanas, esto es aún más grave: ahí los caños van a pasar de lleno y en el medio de varios reductos muy poblados por este árbol.
“Pero, antes de tirar uno solo, me van a tener que matar”, dice la menor, previo a despedirse desde el otro lado de la tranquera, como si fuera la guardiana de este árbol milenario.
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Un tubo detrás de otro, atrás de otro y detrás de otro. Enterrados a dos metros bajo el suelo. Dentro de ellos viajan, empujados por una alta presión, millones de metros cúbicos de gas de manera constante.
Salen de un yacimiento en forma de gas pesado y van hasta una planta de compresión, en una brutal síntesis, un gasoducto, como la decena que tiene Argentina, algunos sin concluir por falta de financiamiento. Pero el Néstor Kirchner va a ser distinto a todos.
“Es la obra más compleja de los últimos 20 o 30 años”, apunta el ingeniero Oscar Mezquita, jefe de obra de BTU S.A, empresa a cargo de más de 150 kilómetros de obra sobre La Pampa y blanco de las críticas de muchos vecinos.
Es que este gasoducto, que ya había sido anunciado durante la presidencia de Mauricio Macri (2015-2019), será el primero entre los suyos en varias categorías. Será el más largo —más de 1000 kilómetros en su versión final, casi la mitad de ellos sobre La Pampa—; el que más gas va a transportar —24 millones de metros cúbicos diarios para compensar el déficit actual que hace que el país importe gas—; el que usará los caños más grandes —serán de 36 pulgadas, mientras que la mayoría son de 24— y de más espesor de la chapa de cada caño —12,7 milímetros frente a, por ejemplo, los 7,2 que tiene el del Norte—; y, sobre todo, el que más dólares le hará ahorrar a un fisco endeudado —de 1000 a 3000 millones anuales, según las estimaciones del Gobierno—.
Pero, antes que todo eso, será un símbolo: el tambaleante gobierno de Alberto Fernández —que le puso a las empresas la obligación de entregar la obra el 20 de junio de 2023— la usará para publicitarse en un año electoral que se vislumbra difícil para el oficialismo.
El gasoducto, que demandará una inversión estatal de 1600 millones de dólares, tocó algunas fibras sensibles dentro de un gobierno dividido y que venía de perder por amplio margen las elecciones de medio término.
En mayo de 2022, presentó su renuncia Antonio Pronsato, un ingeniero histórico del kirchnerismo que iba a liderar el proyecto, por demoras que levantaron sospechas. En junio, la propia vicepresidenta Cristina Kirchner se sumó a la polémica, cuando se quejó de que Techint —una de las tres empresas ganadoras de la licitación— importaba los caños desde Brasil en lugar de producirlos en el país.
El escándalo terminó con la renuncia de Matías Kulfas, entonces ministro de Producción y mano derecha del Presidente. Antes de irse, el funcionario apuntó al sector que responde a la Vicepresidenta por, según se deslizó, armar una licitación a medida de Techint.
Al día de hoy, esto es lo único que puede verse del gasoducto en La Pampa: la estela de demoras, sospechas, intrigas y negocios que rodean la construcción de esta gigantesca obra civil, que está siendo tan apurada desde la cima del poder político y económico que nadie se paró a pensar en los cientos de caldenes de varios siglos que va a destruir.
“Es que a este gasoducto hay que llevarlo adelante con patadas en el culo, como sea”, dijo Pronsato, días después de presentar su renuncia, en un ataque de sinceridad.
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En los papeles, que ya firmaron varios vecinos, dice 16 metros de ancho. Es la porción de terreno que deberá ser liberada a los costados de la traza del nuevo gasoducto por el plazo de un año. Todos los caldenes que tuvieron la mala suerte de estar en esos espacios serán derribados.
“Cualquier destrucción de lo poco que queda es una pérdida atroz, dramática. No solamente en términos del caldén, sino de todas las otras especies acompañantes. Es una pérdida ambiental, y también productiva: estos bosques ayudan a la fertilidad del suelo, controlan las erosiones eólicas y los niveles de agua, y generan ámbitos propicios para la ganadería cuando hay sequía, por lo que prescindir de ellos traería consecuencias nefastas en todo sentido”, explica Marcelo Cabido, biólogo argentino especializado en ecología vegetal que fue impulsor del área protegida del caldén que se encuentra en el sur de Córdoba.
Pero, no se queda ahí: el contrato es una mentira apenas encubierta. Como admiten todos los técnicos que conocen el paño, los 16 metros que el Estado —vía las compañías— “alquila” a través de la figura legal de la servidumbre de paso son pura fantasía.
“Para el arranque de la obra se supone que eso va a estar bien: en esos 16 metros te entran dos camiones a lo ancho, uno que va y otro que vuelve. Pero, en cuanto empiezan a llegar los trabajadores y los caños, eso es mucho más. Ni hablar cuando una retroexcavadora tiene que dar una vuelta o hacer un giro. Esos 16 metros, en la práctica, se transforman en 20 o 30”, admite un alto cargo de una de las empresas.
Es decir: no hay manera de prever a ciencia cierta el daño que puede hacer una obra de este calibre hasta que es demasiado tarde. Y, cuando lo es, ya hay un batallón de trabajadores y de máquinas dentro de cada campo. Con la ley amparándolos.
No es el único gris legal. Basta hablar con cualquier persona que haya sufrido la construcción de un gasoducto en su terreno: el tan prometido pago por las molestias ocasionadas y por el alquiler se demora o, directamente, no aparece. En los papeles que firman los vecinos, de hecho, ni siquiera está explicitado el monto que se supone van a cobrar.
Los que trabajan, por ejemplo, en la mantención y reparación de estos caños —un gremio sacrificado, cuya labor implica recorrer el país de punta a punta— cuentan lo difícil que se les hace volver a lugares donde los vecinos jamás recibieron un peso por sus pesares. A veces, incluso tienen que entrar custodiados por la policía, cuenta Héctor, un mecánico veterano que trabaja reparando estos caños y que ahora está en La Pampa.
“Una vez me pasó con un gaucho en esta provincia, que me sacó a los escopetazos. Nunca le habían pagado y no quería saber nada con el tema”, recuerda.
Ahora bien, los dolores de cabeza para los vecinos y el desmonte de caldenes no son los únicos riesgos que presenta el gasoducto. Es lo que sospecha, entre otros, la abogada Mara Munizaga Peña. Ella estaba el día de la audiencia en Macachín. Se enteró por casualidad y luego de mucho trabajo: representa a una decena de productores alertados de la zona.
Su sorpresa ese día no sólo fue descubrir que en el diseño de la traza no se había contemplado el daño que ocasionará el desmonte de caldenes, sino que el propio informe ambiental que hizo la Provincia —y que exhibieron en un proyector esa tarde— marcaba varios elementos de riesgo.
Lo más llamativo fue lo que le costó a Munizaga dar con el informe. Se lo entregaron a mitad de septiembre, tras un mes de reclamos, a pesar de que, en su carácter de abogada de los vecinos en cuyo terreno va a pasar el gasoducto, estaba en todo su derecho.
Las demoras, además, fueron intrigantes: no se lo quisieron enviar en formato virtual y en cambio le pidieron que vaya a retirarlo físicamente a Santa Rosa. La primera vez que recorrió los 100 kilómetros hasta la capital, luego de hacerla esperar dos horas, le dijeron que no estaba. La segunda, se lo mostraron pero con la condición de que no se lo podía llevar. Tuvo que escanear las 421 páginas del informe.
Ahí aparecen varios elementos para analizar.
El estudio que hizo la Provincia habla de que, como cualquier intervención de estas características, “el impacto general en el paisaje será de carácter negativo”, y de que el gasoducto podría tener un “impacto severo” en lugares de interés paleontológico como el cerro La Bota, en el Río Colorado o en los yacimientos del Cerro Azul.
También dice que la tarea “implicará el desmonte y remoción” de la flora y fauna existente, aunque asegura que todos los daños son “mitigables y recuperables”. “En el informe se plantea que lo dañado en el ambiente será recompuesto, pero eso no es para nada sencillo”, advierte Castro.
Además, queda flotando en el aire la sentencia de la vecina asustada: aunque es cierto que el desmonte será solo por donde pase la traza, es imposible recuperar árboles de cientos de años de antigüedad.
Lo más importante no es lo que está escrito en tinta sino lo que no se dice. Por ejemplo, de dónde saldrán los millones y millones de litros de agua que demandará el gasoducto. Es que, una vez finalizada la obra, la manera de probar que los caños no tienen fisuras —una pérdida de gas puede costar vidas— es enviándoles agua a alta presión.
Se calculan 12 millones de litros cada 50 kilómetros. Esto significa que, sólo para chequear los que estarán en La Pampa, se necesitarán alrededor de 120 millones de litros, el equivalente a 30 piletas olímpicas de natación. En esta provincia, no llueve desde hace ocho meses, en lo que es la tercera temporada consecutiva de muy bajas precipitaciones. ¿De donde saldrá toda esa agua? “Tiene que ser de algún lugar cerca, porque sino transportarla sale muy caro”, admiten, en off, técnicos de la empresa ganadora de la licitación.
Lo que tampoco se explicita en el informe es el impacto que genera una obra de estas características en la gente y en los pueblos.
Macachín es un claro ejemplo. A principios de agosto, su intendente desde 2003, el peronista Jorge Cabak —que tuvo su momento de fama en 2018, cuando se cayó un juicio contra él por trata de personas porque desaparecieron los 36 cassettes de escuchas que supuestamente lo incriminaban— anunció una gran noticia para su comunidad: BTU, la empresa que ganó la licitación de un trazo del gasoducto, iba a instalar allí el obrador, el lugar donde se almacenan las máquinas y duermen los trabajadores durante una obra.
Según aseguró Cabak, en cada acto y en cada entrevista, la compañía iba a pagarle 25 millones de pesos al erario público a cambio de ese alquiler.
Pero hubo un problema: por la legislación del municipio, los contratos entre éste y un tercero deben ser aprobados por el Concejo Deliberante, algo que en este caso no había sucedido.
Cuando las tres concejalas de la oposición se ampararon en la ley para pedir documentos e información —y una sesión para debatir el acuerdo—, encontraron que, en los papeles, la empresa pronosticaba una inversión de apenas 12 millones de pesos. Una diferencia de dinero más que llamativa.
Y no sólo eso. BTU buscaba instalarse en un galpón semi abandonado que tiene la intendencia dentro del casco urbano, a cinco cuadras de la plaza principal, que pasa por arriba del acuífero del Valle Argentino, el único con agua dulce en toda la zona. Sumado a eso, como en el lugar no hay cloacas, no quedaba claro qué pasaría con los 600 trabajadores que la empresa calculaba traer a vivir en ese obrador durante un año, sin contar a las familias que podrían venir con ellos, lo que haría que el pueblo crezca casi en un 20%.
“Queríamos saber qué pensaban hacer con los desechos que se generarían. El predio no cuenta con cloacas ni agua potable. En el pueblo, además, hay una sola ambulancia para todos los macachinenses, ¿cómo vamos a hacer con casi 1000 personas más?”, se preguntaba la concejala de Juntos por el Cambio, Analía Mujica.
Las concejalas hicieron estas consultas a la empresa, representada por el ingeniero Oscar Mezquita, quien dio una audiencia junto a enviados de la municipalidad y funcionarios de la Provincia.
La resolución de BTU tras el encuentro llamó la atención: a días de arrancar la obra, decidió abandonar Macachín, “porque ponía muchas trabas”, y mudar el obrador a Salliqueló, el pueblo de Buenos Aires donde terminará el primer tramo del gasoducto.
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En Saliquelló, al sur de la provincia de Buenos Aires, no hay caldenes. Es un pueblo simpático, de 7000 habitantes, que sólo interrumpe su calma habitual cuando se enfrentan el Jorge Newbery y el Roberts, los dos clubes locales que mantienen una animada enemistad. Aunque hay dos grandes fábricas de quesos, Salliqueló vibra al ritmo de Saturno, la planta compresora de gas en la que trabajan muchos de sus vecinos y que es el centro de atención de todos. Hasta del Presidente: el 10 de agosto, para publicitar la obra, Alberto Fernández visitó el lugar en el que desemboca y termina el gasoducto que arranca en Vaca Muerta.
Era la segunda visita presidencial que recibían: Carlos Menem viajó hasta allá en agosto de 1993. De la visita del “Turco” queda en el recuerdo de los salliquelenses el asado que se armó para 5000 personas, una revista especial que editó un fotógrafo nativo con imágenes de la recorrida y las anécdotas de los que pudieron hablar con el riojano.
También sobrevive, como el fantasma de las navidades pasadas, una de sus históricas frases.
“¿Vieron que el Gobierno dice que la traza termina en Salliqueló? Bueno, en verdad Salliqueló no tiene nada que ver, la planta de gas donde termina la obra está acá al lado, en la localidad de Saturno, pero no quisieron nombrar el gasoducto Vaca Muerta – Saturno para no quedar como Menem con eso de que se iba a remontar hasta la estratósfera”, dice, entre risas, el intendente local, Juan Nosetti.
Para Salliqueló, el epicentro político de la obra, el gasoducto son sólo buenas noticias. La llegada de un Presidente, la promesa de más trabajo, la ilusión del crecimiento del pueblo, y el orgullo de que su planta le dará gas a todo el conurbano y a la Ciudad de Buenos Aires.
Las noticias de los caldenes que desaparecerán no penetran la coraza de entusiasmo y emoción que se creó alrededor de la obra. ¿Cuántos árboles valen esta felicidad?