La semillera que resiste a la forestación

Pensamos que no íbamos a comer nunca más una sandía negra, pero Claudia Cuebas, desde el norte de Uruguay, la recuperó. Como productora agroecológica rescató una semilla que parecía perdida, la multiplicó e intercambió en ferias y encuentros con otras productoras rurales. Rodeada de pinos y eucaliptos que han secado la laguna donde se bañaban sus hijos hasta hace una década, es una resiliente a la crisis climática ante la avanzada de la forestación en este país de Sudamérica. Este reportaje de Azul Cordo es parte del proyecto “Defensoras del territorio” de Climate Tracker y FES Transformación.

Durante la sobremesa Claudia Cuebas mira hacia el patio: esa extensión donde corren las perras, se mueven sigilosos los gatos, esperan su comida los chanchos y descansan vacas y caballos. En el horizonte de siete hectáreas hay hileras de pinos y eucaliptos. Donde antes había un rancho de barro, madera y plástico, hoy sobrevive una parra y crecen árboles de mandarinas: esta chacra agroecológica es un espacio de resistencia ante la avanzada de un paisaje verde monótono y voraz.  

La vida de Claudia Cuebas dio un giro en 2011, después de lo que ella llamó “El discurso de la luz”, que dio ante las autoridades estatales que inauguraron las obras de conexión eléctrica en Parada Medina. Su derrotero había empezado cinco años antes en las oficinas de UTE: reclamando los mil metros de cable que faltaban para tener luz. Fue luego de que Ariel, su marido, amenazara con dejar el campo si no conseguían energía. 

“Uno no siente la falta de lo que no tiene”, dice Claudia a LatFem. Durante veinte años, crió cuatro hijos, cocinó, cosió y escribió en este paraje rural alumbrada por una lámpara a kerosén. Pero, ante el drama familiar y la amenaza de su marido, pensó que algo tenía que hacer. Entregó cartas a ministros y conversó con el entonces presidente uruguayo José “Pepe” Mujica para conseguir electricidad y tener una heladera que enfríe la leche -en vez de dejar las botellas enterradas en el suelo-. “Claudia despegó”, opina la ingeniera agrónoma Poppy Brunini, técnica de la Red Nacional de Semillas Nativas y Criollas, que la asesora a ella y otras ocho mujeres en un proyecto de defensa de la biodiversidad en la frontera de Uruguay con Brasil. 

Al salir de la chacra, Claudia se reunió con otras productoras familiares y se hizo conocida por haber rescatado la variedad de sandía negra en plena sequía de 2010. Tanto que la invitaron a la Red de Semillas para contar cómo lo había logrado: de un mito rural pasó a ser una referente. Esta mujer de cara redonda, pómulos curtidos y ojos verdosos tiene su propio método agroecológico:

“Camilo, un compañero de la Red que formamos aquí en Rivera, tenía unas semillas de la sandía negra y de la blanca y me compartió. En ese año hubo una seca tremenda y se murieron las chacras, pero pude producir de la negra porque logré cuidarla con mi compost y una dio semillas. Pesaba 25 kilos, ¡una hermosura! De ahí empecé a recuperar la semilla y ya la hemos compartido a otros vecinos y compañeros. Ese año le salvé la chacra al patrón -dice refiriéndose a su marido-, que quería abandonar todo”.

Claudia recuerda quién le dio cada semilla de zapallo, poroto blanco, maíz criollo, melón. “Semilla que pasa por mis ojos, ya la voy juntando. Soy semillera de toda la vida”, dice. La Red fue como volver a sus orígenes, cuando vivía en el monte, al otro lado del Río Negro, en Parada Sud (Durazno): “Hacía varios kilómetros a pie por los campos para llegar a Pueblo Centenario y concurrir a la escuelita 39” y en el camino recogía pepitas. Si no reprodujera estas semillas criollas tendría que comprar a “precio dólar” unas semillas ”mutantes”, como llama a las transgénicas.

 

La agroecología permite mantener la humedad en los suelos todo el año, con la técnica del “abono verde” que aprendió en el proyecto Más Tecnologías para la Producción Familiar del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA). Este abono consiste en cubrir la tierra con avena meses antes de sembrar, para evitar la erosión. Federico Rosas, técnico del INIA que asesoró a Claudia y a otros cuatro productores de sandías en 2016, recuerda que la hectárea de Cuebas fue la que tuvo mejor rendimiento y cuán difícil es que los demás productores “cambien la cabeza”. “Cosechan un año con la forma tradicional y el campo queda destrozado por siete u ocho años, entonces lo arriendan para forestación. Hace falta un cambio cultural, más sensibilización entre el dueño de la tierra y quien la arrienda”, dice el ingeniero agrónomo.

 

Con el abono verde, Claudia perfeccionó su método, que ya se basaba en plantar “mudas”, en vez de hacer siembra directa de las semillas. Las “mudas” son unas bolsitas con tierra compostada y semillas de sandía que, una vez germinadas, se plantarán sobre la tierra fértil. Por temporada ella sola llega a armar entre tres mil y cuatro mil bolsitas.

 

“Ningún ingeniero me enseñó a hacer germinación con mudas para la semilla criolla. Lo aprendí sola”, dice. Es un ritual artesanal y solitario: ella sola zarandea la tierra y prepara la siembra de octubre. Ella sola produce y cosecha porque no le alcanza para pagar un peón. Así también resiste a la forestación en esta chacra donde vive desde hace 35 años. 

 

Casi el mismo tiempo lleva vigente la ley que promueve la siembra de monocultivos de árboles para la industria maderera y de celulosa en “terrenos de prioridad forestal”. Cuando se aprobó en 1987 había 70 mil hectáreas forestadas, hoy son un millón; más de 300 mil son campos que deberían destinarse a actividades agrícolas o ganaderas, pero la ubicación reduce los costos del traslado de árboles hacia las plantas procesadoras y los puertos. Un nuevo proyecto de ley que busca limitar la explotación forestal obtuvo media sanción a fines de 2020, pero el presidente Luis Lacalle Pou dijo que vetaría la ley si se aprobara en el Senado. Del millón de hectáreas con monocultivos, 80% corresponde a eucaliptus y 18% a pinos. Rivera, el departamento donde vive Claudia, es el más forestado del país.

 

“Cualquier limitación a este proceso es buena, pero creo que el planteo del nuevo proyecto es pobre”, dice Marcel Achkar, coordinador del Laboratorio de Desarrollo Sustentable y Gestión Ambiental del Territorio en la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República (Udelar). Aunque el texto propone reducir los suelos con prioridad forestal de 4 a 1.6 millones de hectáreas, esto implicaría construir una cuarta planta de celulosa.

 

Las pasteras se concentran en zonas cercanas a las forestaciones. “Es la condena de países dependientes de commodities, una estrategia macroeconómica de subdesarrollo”, sigue Achkar. A tres horas de la chacra de Claudia, en Paso de los Toros (Tacuarembó), se construye la tercera planta de celulosa del país: UPM2.

 

Son las 10 de la mañana y el patrón ordena vacunar a sus lechones nacidos hace pocos días. Claudia deja las mudas y busca las jeringas. Va hacia el fondo, donde su sobrino Diogo la espera con un cerdito a upa, y se para frente a los inmensos eucaliptos. “Antes podíamos ver todo hasta allá, hasta la siguiente casa, que está a diez kilómetros”, dice dibujando con la palma derecha una línea en el horizonte.

 

A Claudia la desespera el avance de la forestación que, en los veinte años que lleva en la zona, ha secado o dejado verdosas las aguadas naturales donde sus hijos solían bañarse y jugar. El geógrafo Agustín Urtiaga dice en su tesis “Potenciales impactos territoriales de la expansión forestal asociada a UPM2” (Udelar, 2020) que, desde 2008, disminuyó un 77% el caudal de los cursos de agua en el norte del país. También registra un desplazamiento “casi total” de la fauna, pérdida de biodiversidad y erosión de suelos, además de precarización laboral, migración interna de jóvenes para trabajos zafrales en aserraderos y pasteras y afectaciones en la salud por el contacto con agrotóxicos.

 

Rivera tiene 17% del millón de hectáreas plantadas con eucaliptos y pinos en el país y los productos de la industria forestal local se exportan a 35 países. La empresa FYMNSA, instalada en 1974, compró casi todos los campos linderos a la chacra de Claudia. El conglomerado incluye forestación, aserradero (Dank SA) y generación de energía con biomasa (Ponlar SA). Quedan pocos vecinos, no hay ningún niño o niña cerca, las escuelas rurales pasaron de tener cientos de estudiantes a no más de treinta.

”En las cuencas forestadas disminuye un 40% la disponibilidad de agua respecto de las cuencas de praderas naturales y, en tiempos de sequía, puede llegar a 80%. Los defensores de las forestaciones dicen que disminuyen las inundaciones. No es cierto: si las tormentas sobrepasan la cantidad de lluvia promedio, el suelo no logra absorber”, dice Achkar. El ”efecto paraguas” del follaje forestado no permite que el agua de lluvia percole y recargue napas y acuíferos; la cantidad de productos químicos para preparar la tierra, las cenizas y ramas residuales, acidifican y degradan los suelos. “Luego de varios turnos de forestación, se precisan varias decenas de años para recuperar los suelos. Seguramente es más caro recuperar esos suelos que comprar otros”, explica el doctor en Ciencias Agronómicas.

Antes de levantarse y prender la estufa a leña suspira cinco veces. Son las 5:30. En cada exhalación dice ¡ay!.

–Me voy a imbutir un poco de pastilla para empezar la locura del día.

A los 52 años Claudia toma calcio, colágeno, dos paracetamoles de 750 mg y se da un inyectable; de noche suma masajes con pomada para caballos. 

–Si no hago la base de contención no puedo caminar. Los pinzamientos evoluyeron a una hernia de acá –aprieta el cuello– al nervio ciático –. Se tuerce un poco, levanta la cadera y se acaricia con la mano izquierda donde tiene más grueso – ¿Ves? Acá tengo un huevo.

La ración matutina y vespertina de los veinte lechoncitos es algo que no puede suspender ni un solo día. Claudia carga la carretilla con dos baldes y les deja en el corral las cáscaras de verduras y frutas que descarta, agua con una mezcla de sorgo, maíz y avena, algunas vísceras. Las bestias chillan. Solo ellas la reciben con alegría.

–Paso todo el día hediendo a chancho –dice después, mientras se desenreda el pelo largo y crespo recién lavado. Fue una vez a la peluquería; cuando se enteró que estaba a la moda no volvió más.

Claudia prepara el mate amargo y con pasos cortos llega a su cuarto propio: el invernáculo. Levanta el plástico grueso, abre la puerta-mosquitero y comienza a preparar las bolsitas donde germinarán las sandías que plantará los primeros diez días de octubre. El año pasado cosechó 162 mil kilos de sandía ella sola desde este rincón en Rivera.

Amasa la tierra, saluda a las lombrices, revisa que no queden cáscaras de huevo ni restos de naranjas. Las uñas cortas se ponen negras, el granulado entra en cada surco de las manos.

En los campos linderos a la chacra donde viven Claudia y su familia, libres de forestación o de la pastura de algún ganado, se produce sandía en forma intensiva. A pesar de que aplican glifosato “se llenan de pestes”. Si llueve muy fuerte, los terrenos se inundan por la erosión del suelo y el producto pierde el sabor; “de las mías, en cambio, me preguntan si no les echo azúcar ¡por lo dulces que son!”, dice orgullosa. Para lograrlo, carga una mochila de 20 litros sobre su espalda astillada y aplica bostol, un biofertilizante casero hecho con el fermento de bosta fresca de vacas o caballos, ortiga, melaza, azúcar, cáscaras de fruta; también aleja las plagas con macerados de vinagre, ajo y otras magias.

 

“Hacés un producto de primera calidad y te pagan lo mismo que la sandía contaminada -En la primera zafra, a comienzos de diciembre, la fruta vale 20 pesos el kilo; a mediados de enero baja hasta cinco pesos-. El problema es la comercialización y la falta de certificación agroecológica”, dice William, el segundo hijo de Claudia. El hombre de 31 años habla mientras recoge unos troncos para las brasas del asado en este domingo de agosto. Es invierno, pero la temperatura subirá de 9 a 27 grados a lo largo del día.

 

Aunque una ley aprobada por unanimidad en 2018 promueve un Plan Nacional de Agroecología (PNA) para la producción local, el actual gobierno tiene diferencias con lo acordado y ha demorado su implementación. En la creación del PNA, la Red de Semillas Nativas y Criollas fue un actor clave para pensar estrategias y desarrollar contenidos.

 

William ve a su madre armar las primeras mudas de sandía. El joven recuerda las veces que trabajó en la zafra del desmonte y la siembra de pino.

 

–Lo malo es la contaminación, manipular el veneno, pero es la única salida económica. En la forestal aplican veneno con la mano, se queman cargando la mochila y la gente no se rebela. Claro, también necesita el trabajo, pero me decepciona que no se rebelen para pedir mejores condiciones laborales. Nos hacen responsables de reciclar, de conservar la naturaleza, pero los grandes contaminadores no cambian nada. Nosotros no somos el problema.

 

La industria forestal genera unos 18 mil puestos de trabajo directo en el país, entre viveros, silvicultura, operativa, proveedores y transporte. Las pasteras no frenaron la producción ni aún declarada la pandemia de coronavirus.

La forestación profundiza los efectos del cambio climático en el país. Fenómenos como la sequía se registran especialmente al norte, en Rivera, Artigas, Bella Unión, Salto y Young, donde las lluvias comenzaron a escasear de forma intermitente, a partir de octubre de 1998, en la fase de La Niña. “El cambio climático está siendo malísimo, ya no te da lugar a tener una fecha exacta, ha cambiado el ciclo de la planta”, dice Claudia.

 

El próximo verano se espera a La Niña otra vez y puede traer nuevas secas. En 2020 la sequía afectó a 1500 productores familiares ganaderos, lecheros, hortofrutícolas y 300 apicultores. A pesar de eso, gracias al manejo agroecológico de su chacra, Claudia tuvo una de sus mejores zafras: “Planté y coseché cuatro hectáreas de sandías riquísimas”, dice exultante. Este año, de las 16 millones de hectáreas destinadas en Uruguay a la producción y explotación comercial, 14 millones fueron comprendidas en la declaración de emergencia agropecuaria por déficit hídrico.

Como productora familiar, Claudia consume y vende lo que produce. Cada ventana, revoque, cerámica, se pagó con una zafra de sandías o una carneada; pero no es parte del 22,5% de las productoras familiares titulares de predios. El marido compró la chacra y ella produce en la hectárea que él le deja en cada temporada. Ya perdió tierra abonada con avena porque Ariel permite que el ganado avance y arrase o los de la forestal tiran el alambre y entra algún toro perdido.

 

Cuando llegue el verano y vuelva a trabajar en su puesto sobre la ruta 5, a 1500 metros de su casa, la rutina será más complicada: “es arrancar temprano, hacer todo el voltereo normal de la casa, cosechar la sandía e ir para el puesto en la moto que tiene los mismos achaques que yo”. Luego de estar todo el día en el puesto, volverá de nochecita y tendrá que limpiar y cocinar, alimentar a los chanchos y a los hombres, para recién después tener un ratito de descanso. Al otro día todo de nuevo, todo el verano, en la zafra, en el puesto.

 

A las diez de la noche, con el patrón y Lucas acostados, uno escuchando la radio, el otro viendo Instagram, Claudia mira una telenovela de O Globo donde resuelven todo a los gritos o escribe un poema como una válvula de escape. Prepara un macerado para aliviar sus dolores: en una botella de plástico mete alcohol, canela, jengibre y ortiga.

 

Encuentra un poco de sosiego.

–La noche es mi amiga.

Este reportaje fue publicado originalmente en Latfem el 3 de septiembre de 2021, como parte del proyecto “Defensoras del territorio” de Climate Tracker y FES Transformación.

 

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