Por las entrañas de su espigada figura baja un río vertical, silencioso como un venado y poderoso como el medicamento que en un laboratorio farmacéutico puede valer una fortuna. Aún con esa virtud, este árbol se juega su futuro en esta esquina del Bosque Seco Chiquitano de Bolivia. Y eso lo saben los indígenas chiquitanos que caminan horas, incluso días, para ir a su encuentro. Si el copaibo deja de existir, se perderá la resina que ellos cosechan, esa medicina que este árbol “bendito” lleva en su vientre.
Hay quienes están matando a esta farmacia natural que habita en la región oriental de Bolivia, en el departamento de Santa Cruz. Así lo advierte uno de los cinco indígenas de la comunidad de Palmira, en el municipio de Lomerío, que han llegado hasta aquí para mostrar al representante de la especie Copaifera langsdorffii, que en esta región de la Chiquitania llaman copaibo, su gladiador del monte.
La voz de Carmelo Cuasase es potente como el canto del viento. Después del viaje en vehículo por un caminito de tierra apretado entre la selva y manchas de cultivos y ganadería, al llegar a un pozo cubierto por agua turbia de la última tormenta, ha dicho que será mejor seguir la travesía a pie, que después vendrá una senda angosta y luego, entre la espesura de la selva, aparecerá el monarca de este pequeño reino de vegetación exuberante.
Un único gran ejemplar de Copaifera langsdorffii está ahí. Totalmente erguido y apaciguado, con la musculatura de sus raíces al descubierto antes de que entren a una tierra negra que aún huele a la lluvia que por estos tiempos cae con generosidad.
La Copaifera langsdorffii es la única especie del género Copaifera que crece en la Chiquitania y por eso en esta región se le llama también copaibo chiquitano. En Bolivia, además del departamento de Santa Cruz, también se encuentra en el noroeste amazónico de Beni y el noreste de La Paz. Esta especie arbórea también está distribuida en Argentina, Paraguay, Brasil y llega hasta Guyana.
El ejemplar de copaibo que muestran los cinco indígenas chiquitanos se impone al resto de las plantas que hay a su alrededor como la almendra chiquitana (Dipteryx alata), el asaí (Euterpe oleracea) y la ceiba. Su tronco tiene un diámetro que supera el metro y su altura es de por lo menos 25 metros. Por ello, desde adentro del bosque, no es posible ver la grandeza de su copa.
Los brazos de Carmelo Cuasase no alcanzan para rodear el tronco del árbol. Eugenia Supayave se acerca y se une al abrazo. Sus labios se acercan a la corteza áspera, de un color que va del gris al amarillo. Por ahí también circulan pequeñas hormigas que no se esmeran en abandonar su camino. Parecería que el árbol los mira por los infinitos ojos de sus hojas que no pasan de los tres centímetros de largo y que terminan en una punta redondeada.
Algunas de esas hojas ya están en el suelo, alimentando un colchón de hojarasca escarbada por los chanchos troperos (Tayassy pecari) que, seguramente, pasaron en la madrugada en busca de los últimos frutos tardíos guardados en una cápsula café ovalada, de entre tres y cuatro centímetros, que se abre como si tuviera una bisagra. Adentro guarda una semilla envuelta por una carnosidad de color naranja que el hocico de los troperos y de otros mamíferos parten con facilidad, como si trituraran una porción de queso.
“Las flores del copaibo cambian de color”, enfatiza Eugenia Supayave. “Cambian con el paso de las semanas”, dice.
En marzo las flores nacen blancas como la conciencia de un bebé y van tomando un café suave hasta que en julio empiezan a formar los frutos que entran en auge en diciembre, atrayendo no solo a mamíferos, sino también a las aves que después dispersarán las semillas. Lamentablemente, muchas de ellas caerán en territorios en donde antes había bosque y ahora solo hay escenarios sin sombra, campos de soya o bien tierra sin vida porque la agricultura extensiva la ha convertido en un suelo degradado.
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El copaibo solitario que se levanta en esta esquina del Bosque Seco Chiquitano, a 15 kilómetros de la comunidad de Palmira, rompe con la ley de que nunca crece solo, que lo hace acompañado de otros con los que puede formar una isla de camaradería. Pero el mundo, ensañado como está con el medio ambiente, ha provocado cambios en la población de copaibos. Esta especie “no está en riesgo de desaparecer. Ya está desapareciendo, junto con el bosque”, dice el ingeniero ambiental, Javier Coimbra, un profesional estudioso del copaibo que trabaja para Fundación Para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC).
En la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), la Copaifera langsdorffii se encuentra en la categoría de Preocupación menor, pero los habitantes de la Chiquitania consideran que eso podría cambiar pronto si continúa la acelerada deforestación del bosque Chiquitano.
Y eso lo confirma el Libro rojo de especies de flora amenazadas en Bolivia, publicado en 2020. Ahí, los ecosistemas en donde se encuentra la Copaifera langsdorffii se catalogan como Vulnerables y En Peligro. Y a la especie se le ubica como Casi Amenazada. Así que este árbol pronto podría tener una situación igual de crítica a la de sus parientes cercanas que también se encuentran en Bolivia: la Copaifera reticulata, la Copaifera oblongifolia (ambas en la categoría de En Peligro) o la Copaifera multijuga. Esta última, en Peligro Crítico, ya que su única población en el país se ha reportado en la llanura aluvial amazónica del Río Abuna y Madera, al este del departamento de Pando.
Estas tres especies de copaibo son una mínima muestra de la situación que vive la riqueza arbórea de Bolivia, uno de los países más biodiversos del mundo. Para tener una idea de lo que está en juego van estos datos que otorga Alejandro Araujo Murakami, ingeniero forestal y maestro en ciencias: el catálogo de plantas vasculares del país reporta al menos 3000 nombres científicos de árboles, de los cuales se calcula que poco más de 200 son endémicos, es decir solo se encuentran en el territorio de esa nación.
“¿Cuál es la medida de la desaparición?, ¿que no quede ningún árbol? Porque en cada hectárea que se desmonta desaparece algún copaibo, y —en Santa Cruz— se desmontan cientos de hectáreas por día, donde el copaibo también desaparece”, advierte Javier Coimbra, que enfatiza que la Copaifera langsdorffii, como especie, comparte el mismo destino del bosque chiquitano, puesto que, en este momento, exceptuando la relativa protección que proveen las áreas protegidas, no hay ninguna hectárea de ese ecosistema que no esté bajo riesgo de desaparecer a corto o mediano plazo.
Durante las últimas cuatro décadas —lo confirma la Fundación TIERRA en un reciente estudio titulado Cambio Climático en Santa Cruz, nexos entre clima, agricultura y deforestación— más de 7,5 millones de hectáreas de bosques han sido consumidas por la deforestación en el departamento de Santa Cruz para dar lugar, principalmente, a los cultivos de soya y sorgo.
El eco de la degradación ambiental aumenta con estas otras cifras que se incluyen en el estudio: las tierras cultivadas en Santa Cruz han aumentado en promedio 97 000 hectáreas anuales en los últimos cinco años (2018-2022), la deforestación avanza a un ritmo abrumador de 232 000 hectáreas anuales. Este desequilibrio muestra cómo la expansión agrícola está multiplicando la pérdida de bosques.
“En cada hectárea que se desmonta desaparece alguno copaibo, y – en Santa Cruz – se desmontan cientos de hectares por día”.
Javier Coimbra, inginiero ambiental de Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano.
Global Forest Watch (GFW) reveló en un reciente informe que de las 696 362 hectáreas de bosque que Bolivia perdió durante el año 2023, 490 544 corresponden a bosque primario, lo que ubica al país en el tercer lugar del ranking mundial de pérdida de bosque primario por tercer año consecutivo. El departamento de Santa Cruz sigue siendo la región más golpeada por la disminución de bosques, ya que se quedó sin 342 818 hectáreas forestales durante el 2023.
La deforestación no es un hecho aislado, sus efectos se extienden. En Santa Cruz, durante las últimas cuatro décadas, la temperatura aumentó un 83 % más que en el resto del planeta y llueve un 27 % menos que hace 40 años.
En esta danza de cifras, el copaibo se resiste a sucumbir a los fantasmas de la deforestación y del fuego que cada año llega puntual para hacer desaparecer millones de hectáreas en toda Bolivia. En el 2023 se han perdido, por lo menos, tres millones de hectáreas de bosques por causa de los incendios forestales y el Bosque Seco Chiquitano ha sido uno de los grandes afectados.
El Bosque Seco Chiquitano es un universo que —lo ha revelado la FCBC— tiene una extensión de más 24 millones de hectáreas y donde viven más de 1 200 especies de mamíferos, aves, reptiles, invertebrados y anfibios. Un paraíso terrenal perfecto si no fuera por la expansión de la frontera agropecuaria, los incendios forestales, los avasallamientos (invasiones) a las áreas protegidas por parte de colonos interculturales, el tráfico de tierras y el narcotráfico que construye pistas clandestinas en la zona.
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La Copaifera langsdorffii no solo es un árbol, es un sanador, un protector de la salud humana. De sus entrañas fluye un aceite que ha sido aliado de generaciones, un bálsamo que es usado para curar dolencias con la eficacia de la naturaleza misma: actúa como analgésico, antiinflamatorio, antiséptico y cicatrizante de heridas. Por ello, lo utilizan para combatir los dolores de huesos y como remedio para los resfriados.
Un artículo publicado en 2022, titulado Copaifera langsdorffii Desf.: Una revisión química y farmacológica, arroja luz sobre las propiedades medicinales del copaibo. La investigación, que involucró la revisión de múltiples fuentes científicas, reveló un total de 96 aplicaciones medicinales diferentes, destacando especialmente su eficacia en la cicatrización y el tratamiento de la inflamación.
En el Libro rojo de especies de flora amenazada de Bolivia se cuenta que para aprovechar de forma sostenible el aceite de copaibo chiquitano, el municipio de Concepción creó el área protegida Reserva Municipal del Patrimonio Natural y Cultural del Copaibo de Concepción, en el año 2011. Esa alegría duró poco. Un grupo de colonos llegaron con sus resoluciones del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) bajo el brazo, para ocupar el área con fines agrícolas.
Las quejas de los indígenas chiquitanos no tardaron, puesto que los colonos deforestaron la zona e impidieron a los miembros de la Asociación de Recolectores de Aceite de Copaibo ingresar al área a cosechar el aceite.
Pero aquí, lejos de los colonos, Carmelo Cuasace apoya la espalda en el tronco de copaibo y asegura que este árbol es el mayor ejemplo de la relación amigable que existe entre las comunidades indígenas y el medio ambiente.
Quienes habitan el Bosque Seco Chiquitano cuentan que el bosque hizo un pacto con sus habitantes. En aquellos tiempos ancestrales, el bosque prometió cuidar al copaibo, protegiéndolo de toda amenaza, a cambio de que los habitantes lo trataran con respeto y sabiduría. En medio de esta alianza sagrada, el bosque reveló un secreto: por las entrañas de ese árbol fluía un aceite medicinal de poderes curativos extraordinarios. Sin embargo, este tesoro sólo podría ser extraído con gran sabiduría, sin dañar al árbol ni perturbar su espíritu. Así, el copaibo se convirtió en un símbolo de respeto y armonía entre el bosque y sus habitantes, un recordatorio de la importancia de cuidar y valorar la naturaleza con sabiduría y gratitud.
A cuatro kilómetros de donde está el solitario árbol copaibo en el que se apoya Carmelo Cuasace, hay una población de poco más de 400 copaibos. Por el mal estado de los caminos a causa de las lluvias, en estos días no es posible llegar hasta ese lugar. El censo de esos árboles —dice Carmelo Cuasace— lo han realizado con la ayuda de la organización no gubernamental Apoyo para el campesinado-indígena del oriente boliviano (Apcob). De los 400, han seleccionado a los 105 árboles de tronco más grueso para aprovechar su resina.
Esos 105 copaibos han sido perforados con una broca hasta encontrar el río vertical que baja por sus entrañas. Cuando eso ha ocurrido, han colocado una manguera con un tapón para que el torrente de agua y aceite se acumule y se pueda cosechar de manera regular.
“Este procedimiento viene siendo probado por más de 15 años, sin provocar daños a los árboles”, asegura la Guía para la extracción de aceite de Coipaibo Chiquitano, que elaboró la FCBC y que también detalla que “ocasionalmente puede fluir aceite tan pronto se perfora el árbol, pero normalmente hay que esperar algunos días. Un indicador de que el árbol puede producir aceite aparece durante la perforación, cuando la viruta del corazón sale húmeda y con olor a copaibo”.
El copaibo es una sumatoria de olores que nacen en el bosque: huele a tierra recién mojada por la lluvia cada vez más escasa, a un campo con flores silvestres que miran al sol, a monte bañado por el rocío de la mañana.
Árbol aliado de los chiquitanos
En otra zona del departamento de Santa Cruz, en Santa Mónica, municipio de Concepción, también existe un árbol solitario de copaibo. Ese ejemplar está aún más cerca de la comunidad, a unos metros de la última casa que se encuentra dentro de la Tierra Comunitaria de Origen (TCO) Monte Verde. Es un ejemplar más pequeño, alcanza unos 15 metros de altura, pero también, más melenudo. Sus ramas caen como chorros de lluvia y si bien nadie puede confirmar su edad, estiman que tiene por lo menos medio siglo y que cada año se juega la vida ante los incendios forestales que ya han matado a varios de los árboles que se encuentran a siete kilómetros de Santa Mónica.
Martín Cuasace ha estado anoche en ese bosquecito hasta donde ha llegado para cosechar el aceite que después es envasado en forma de pomada o aerosol en el laboratorio de la comunidad, instalado hace más de siete años.
El laboratorio está a cargo de una decena de mujeres de Santa Mónica. Es una infraestructura acogedora con una habitación pulcra donde realizan el filtrado del aceite y la elaboración de los productos. Al lado está el lugar en donde realizan reuniones de la organización y 50 metros más allá, un ceibo ancestral regala una sombra descomunal que protege de los ardientes rayos del sol que gobiernan la Chiquitania durante casi todo el año.
Silvia Pasabare, una chiquitana que vive en Santa Mónica, quiere que el mundo sepa que el copaibo es un gran aliado de los chiquitanos, que es como una farmacia y como una billetera que, aunque no sea en gran cantidad, les permite tener un ingreso económico que les cae bien, mucho más en estos tiempos donde la deforestación y los incendios los están dejando sin bosque y también la sequía y las altas temperaturas —producto de los desmontes— están mermando la producción de sus alimentos. Los productos de copaibo tienen un precio promedio de 25 bolivianos, un poco más de tres dólares americanos.
Pasabare forma parte de la Asociación de Mujeres Empoderadas Santa Mónica, donde trabaja junto a Judith Cuasace, Nancy Paine y otras mujeres de la comunidad que aguardan los días de cosecha de la resina del copaibo, que se dan cada dos o tres meses. Quienes realizan la cosecha son, por lo general, los hombres.
Cada árbol, dice Pasabare, puede dar 10, 20, 30 o más mililitros de aceite y, entre el centenar de árboles, suman más de un litro que, luego, en el laboratorio, se filtra, envasa y convierte en champú, en crema o spray para masajes relajantes.
Martín Cuasace advierte que no regresará al bosque a cosechar aceite hasta que terminen las lluvias. Durante estos meses, el aceite se irá acumulando en los tubos de plástico que fueron colocados en los troncos, cuando los destapen, entregarán el líquido claro, con la generosidad como lo hace una vaquita lechera.
No muy lejos de ahí, a 35 kilómetros de San Javier (Santa Cruz), una población de unos 800 copaibos, permite que la comunidad El Rancho tenga su propio emprendimiento liderado por Rolando Chuvé Rivero. Desde 2018, con el apoyo de Apcob, la comunidad busca aprovechar de forma sostenible el aceite medicinal de 237 árboles, preservando al mismo tiempo su hábitat natural.
En Santa Cruz, varias fundaciones, como Apcob, la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN) y la FCBC trabajan con comunidades indígenas para impulsar planes sustentables de aprovechamiento del copaibo, como parte de una estrategia con dos fines: conservar las poblaciones de Copaifera langsdorffii y generar ingresos para las familias.
El ingeniero forestal, Marco Urey, que trabaja en la organización Apcob, confirma que no solo los seres humanos se benefician con esta especie, sino, todo un ecosistema, puesto que mantiene y conserva la diversidad biológica. “La semilla es requerida por los puercos de montes, los huasos y los jochis. También los murciélagos se alimentan de ellas, los monos y algunos roedores de gran porte se friccionan en su corteza por el aceite, al ser una oleorresina con grandes propiedades curativas”.
Además, al ser un árbol grande, coposo y de raíces profundas, ayuda a mantener el adecuado funcionamiento del régimen hídrico de las quebradas, arroyos y ríos en las áreas donde está presente.
Javier Coimbra, de la FCBC, es de los que cree que se debe tener al copaibo como especie prioritaria para reforestación. “Aquellos árboles que no produzcan aceite —propone— se pueden destinar de una manera sostenible para el aprovechamiento de la madera, que es muy apreciada para laminados. También puede ser usado para su uso ornamental. Es un bonito árbol para plazas y parques. Este año tenemos un proyecto para plantar unos 5000 copaibos en las áreas verdes de Santa Cruz”, adelanta.
Según los conocimientos de los más antiguos habitantes de la Chiquitania, el copaibo requiere cuidado y paciencia para su reproducción. Si bien no es extremadamente difícil lograr que este árbol se reproduzca, su crecimiento puede ser lento y requiere condiciones especiales para prosperar. La germinación de sus semillas suele ser un proceso delicado. Y para que un copaibo llegue a la adultez puede demorar cerca de 30 años. Mucho antes, claro está, el árbol ya regala una sombra espléndida y otros beneficios a todo un ecosistema.
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Los 25 metros de altura, que aproximadamente tiene el árbol solitario que Carmelo Cuasase y Eugenia Supayave abrazan, no dejan ver la copa desde dentro del bosque. Pero si se eleva un dron, es posible ver la melena verde del copaibo que sobrepasa a los otros árboles. Las ramas y las hojas, abundantes y tupidas, se mueven al son del viento y son bañadas por el sol tibio de los últimos días de verano.
En esta región del departamento de Santa Cruz, el Bosque Seco Chiquitano —ajeno a los estragos de la deforestación— parece un océano diáfano de vegetación, una fuente de tranquilidad.
El árbol de copaibo, majestuoso y lleno de vida, se alza con elegancia en la selva. Su tronco esbelto y recto parece alcanzar el cielo con orgullo, mostrando su fortaleza y resistencia al paso del tiempo. A medida que asciende, su copa se expande generosa, ofreciendo una sombra amplia y fresca que invita al descanso y la contemplación.
En esta copa frondosa anidan aves de colores vibrantes que llenan los días con sus cantos melodiosos. Cada rama parece ser un refugio para la vida silvestre: los monos capuchinos, los aulladores o manechis brincan y trepan con destreza en un ballet natural que ofrecen al atardecer.
Las hojas del copaibo, pequeñas y brillantes, danzan suavemente con la brisa, creando un murmullo relajante que acompaña el ambiente sereno de la selva. Sus flores, delicadas y aromáticas, atraen a mariposas y abejas, completando el ciclo vital que este árbol tan especial ofrece a su entorno.
Cada parte del árbol de copaibo parece estar diseñado para ser un regalo para los sentidos, una obra maestra de la naturaleza que nos recuerda la importancia de conservar y proteger la biodiversidad de nuestro planeta.
Este árbol, hermoso por fuera, alberga un tesoro invaluable en su interior. Su aceite, extraído con cuidado y conocimiento ancestral, ha sanado dolencias y enfermedades con la fuerza de la naturaleza misma.
“El árbol de copaibo no solo es un símbolo de belleza y vida en la selva, sino también un guardián de la salud y un aliado en la lucha por preservar la biodiversidad de nuestro mundo”, dice Eugenia Supayave que, antes de despedirse del copaibo, le regala otro beso como un acto de eterno agradecimiento.