Con las manos curtidas por el lodo y las madrugadas marcadas por la marea, Alva de Jesús Peralta lleva más de 15 años dedicada a la extracción artesanal de curiles, esas conchas negras codiciadas para ceviches en las costas centroamericanas. Un oficio heredado —y transmitido a sus hijas— no por vocación, sino por necesidad, que ha sostenido a pesar del agotamiento. Hoy, sin embargo, se tambalea: el molusco escasea por la destrucción del manglar y los embates del cambio climático.
La jornada de Alva comienza antes del amanecer. En las semanas de mareas tempranas, se levanta a las cuatro de la madrugada para internarse en los lodazales donde se esconden, profundos, los curiles. En otras ocasiones, la faena se prolonga hasta entrada la noche, hasta las seis o siete, según lo dicte el vaivén del agua: cuando “vacíe” o cuando “llene” el manglar. Cada marea exige un cálculo milimétrico de tiempo para la recolección.
El oficio, que durante décadas aseguró el sustento de numerosas familias en Guapinol, una aldea de Marcovia, Choluteca, en el sur de Honduras, hoy agoniza. La razón: la destrucción sistemática del ecosistema y los estragos del cambio climático, visible en la erosión costera y el aumento de las temperaturas que disminuye el hábitat del mangle, hogar del molusco.
“Antes yo sacaba mil curiles en un día; ahora, con suerte, apenas 200 o 300”, cuenta Alva, mientras exhibe los moluscos que logró recolectar esta mañana. La recolección del curil no es solo su sustento: constituye una actividad básica para la seguridad alimentaria y la economía de las comunidades asentadas en esta costa hondureña.
Sin embargo, la recompensa es cada vez más escasa: a 130 lempiras —unos cinco dólares— el centenar de curiles, las ganancias diarias difícilmente superan los 200 lempiras, y no siempre aparecen compradores.

El curil crece entre las raíces del mangle y depende del delicado equilibrio entre agua dulce y salada. La pérdida de ese balance en Guapinol ha provocado que el molusco escasee. Alva y su comunidad aseguran que la tala para leña y la expansión de las camaroneras, sumadas al aumento de la temperatura del agua, están matando el recurso. “El mangle es la casa del curil. Si lo botan, el curil se muere”, explica. La situación se agrava en los meses más cálidos: el agua se recalienta y, junto con la sedimentación, termina por asfixiar a la especie.
En el Golfo de Fonseca —ese espejo paradisíaco de agua compartido por Honduras, Nicaragua y El Salvador— la expansión de la acuicultura ha dejado una huella profunda. Entre 2018 y 2024, las áreas destinadas a la camaricultura crecieron un 33%, hasta alcanzar 27,692 hectáreas. Este avance acelerado transformó el uso del suelo y golpeó de lleno a los manglares, reduciendo su cobertura y comprometiendo la salud ambiental de toda la región.
El fenómeno no solo amenaza la biodiversidad; también pone en jaque la seguridad alimentaria y económica de más de 200 personas en el caserío Villanueva, donde vive Alva y donde la subsistencia depende directamente de este recurso.
Las preocupaciones de los recolectores de curil tienen base científica: el diagnóstico “Impacto del cambio climático y la degradación ambiental en los recursos costeros y medios de vida en las comunidades de Guapinol, Cedeño y Punta Ratón, Marcovia, Choluteca”, elaborado por la organización FIAN Honduras en 2021, advierte que el cambio climático y la contaminación ambiental están agravando de manera crítica la seguridad alimentaria de estas comunidades costeras. La pesca artesanal, principal fuente de alimentación y sustento, se ha visto severamente afectada por la erosión costera, la pérdida de especies y la intrusión marina, reduciendo la disponibilidad de alimentos básicos y poniendo en riesgo el derecho a una nutrición adecuada.
VIDAS MARCADAS POR LA PRECARIEDAD Y EL MAR
En el caserío abundan las viviendas improvisadas, levantadas con troncos y ramas, y reforzadas con plásticos que apenas resguardan de la intemperie. La de Alva no es la excepción: su techo de láminas deja filtrar la luz —y también la lluvia—, mientras que el piso de tierra queda a merced de la marea, que con frecuencia alcanza el interior de la casa.
Alva es madre de 13 hijos, aunque solo cuatro —los más pequeños, aclara— aún viven con ella. Durante la visita, también conocimos a tres de sus hijas, quienes, como su madre, se dedican a la extracción de curiles. Una de ellas es Mileidy Sarahí Andino, de 19 años, a quien encontramos cargando a su bebé de apenas seis meses, con la piel marcada por picaduras. “Los zancudos lo pican mucho”, dice. El cabello del niño luce claro, ese tono que en estas comunidades llaman “rubio” sin reparar en que es un signo evidente de desnutrición.

Mileidy señala hacia un costado: “Ese otro niño es mío”, dice sobre su hijo de tres años, que se mueve entre los pocos metros cuadrados de la casa. Como su madre, también se dedica a la extracción de curiles. Su esposo, cuenta la joven —que fácilmente podría pasar por una adolescente de 14 años—, sale a pescar en una pequeña lancha. “Estos últimos tres días solo ha ido a colar agua; no trae pescado, solo a aguantar hambre ha ido”, relata.
Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), el 62.9% de los hogares en Honduras vivían en pobreza y el 40.1% en pobreza extrema en 2024. En Marcovia, Choluteca, el 68.2% de la población presenta al menos tres necesidades básicas insatisfechas, ubicando al municipio entre los más rezagados del país de acuerdo con el Perfil sociodemográfico, desarrollado por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) en 2022. Estas necesidades incluyen acceso limitado a servicios de salud, educación, vivienda digna, agua potable, saneamiento adecuado y empleos o ingresos suficientes para cubrir la canasta básica. Esta realidad evidencia graves carencias estructurales que dificultan el bienestar social de la población en Marcovia.
La hermana de Mileidy, Alva Gabriela Andino, de 24 años y madre de tres, también acompaña a su madre cada día en la búsqueda de curiles. Explica que cuando no logran recolectar suficiente molusco para vender, simplemente no hay dinero, y eso significa que no tienen con qué comprar la cena.

La esperanza queda en manos de los hombres que regresan del mar con algo de pesca: “Aquí no se ajusta para comprar pollo; se come pescado, camarones, canechos o, cuando no hay de otra, solo frijoles con tortillas”.
LA ANGUSTIA DE LAS MUJERES PESCADORAS DE CEDEÑO
La escasez de recursos marinos, agudizada por el cambio climático, no es exclusiva de Guapinol ni golpea únicamente a las mujeres dedicadas a la extracción de curiles; también afecta con fuerza a las pescadoras de Cedeño, otra aldea de Marcovia ubicada a unos 18 kilómetros. Acostumbradas a depender de la pesca artesanal para alimentar a sus familias y sostener pequeños negocios, hoy enfrentan la alarmante disminución de especies como almejas, cangrejos y peces.
El mar, antes generoso y fuente segura de sustento para las familias de Cedeño, ya no es el mismo. Lo confirma Sujey Amaya, quien alguna vez llegó a tener cuatro lanchas y un pequeño restaurante que aún mantiene a flote con sumas dificultades.

Hoy, tras años de ver disminuir el producto marino y con las mareas cada vez más intensas por el cambio climático, se vio obligada a vender la última de sus embarcaciones: “Con el cambio climático, las mareas son más frecuentes, los peces se han ido mar adentro y aquí, en nuestra zona pesquera, casi no queda producto”, lamenta.
Blanca Posadas, otra pescadora de la zona, ha vivido la escasez en carne propia. Recuerda que en su juventud, cuando las lanchas avanzaban con la fuerza de los brazos y el pescado abundaba cerca de la orilla, la faena se hacía a puro remo, sin necesidad de motores ni de adentrarse demasiado en el mar. “No había necesidad de meterse tanto al mar”, dice.
La escasez de peces es una realidad cada vez más evidente. Para Blanca, la combinación de la sobrepesca, el uso de motores y el cambio climático ha transformado el mar y, con él, la vida en las comunidades pesqueras. “Ya el pescado se escaseó porque Dios se lo lleva largo, huyendo”, comenta con resignación.
Las comunidades costeras del sur de Honduras enfrentan desafíos críticos que ponen en riesgo sus medios de vida y aumentan la vulnerabilidad de las mujeres que sostienen a sus familias. Claudia Pineda, directora de FIAN Honduras, lo resume con claridad: la expansión de las empresas camaroneras y la variabilidad climática están en el centro de una crisis ambiental y social que golpea de lleno a la pesca y la marisquería, actividades esenciales para la alimentación y el ingreso familiar.
“Las comunidades identifican como principal detonante de la degradación ambiental la intervención de las empresas camaroneras, tanto por sus lagunas como por los laboratorios de producción de larva”, explica Pineda. A esto se suman los vertidos químicos y las aguas residuales que llegan al mar, deteriorando gravemente la calidad del agua y la reproducción de especies marinas —entre ellas moluscos y crustáceos— que representan la principal fuente económica para las mujeres de la zona.

Ser mujer en ese mundo de redes y mareas nunca ha sido tarea sencilla. “Había que enseñarse a todo: a remar, a sacar camarón de noche, a enfrentarse al mar igual que un hombre”, recuerda Blanca Posadas. Su juventud transcurrió en Guapinol, entre el trabajo constante, la solidaridad de los vecinos y los desafíos de un entorno aún poco tecnificado.
De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), las mujeres representan alrededor del 18% de la fuerza laboral en el sector primario de la pesca y la acuicultura en Centroamérica. Pero si se toman en cuenta todas las actividades de la cadena de valor —desde el procesamiento hasta la comercialización y las labores post-captura— su participación puede alcanzar hasta el 50% del total de personas que dependen de este sector.
Blanca, hoy con 78 años, recuerda que a los 19 salía a pescar en las lanchas junto a su padre en Guapinol, donde el estero suaviza las olas gracias a la protección de los manglares. Con el paso del tiempo se trasladó a Cedeño, allí formó a su familia y continuó dedicada a la pesca.

Ahora, lejos de la costa y viviendo con su hijo y su nuera, Blanca sigue aguardando el regreso de las lanchas para limpiar y vender los pescados, entre ellos especies conocidas localmente como babosa, pinchada, pancha, jureles y pez gato. Conserva la entereza y el amor por su oficio, aunque la edad ya no le permita remar en aguas bravas. “Claro que extraño ir al mar, pero una se va poniendo viejita y el mar se pone más duro. Ahora me toca cuidar desde tierra y apoyar en lo que pueda”, dice, mientras suelta un suspiro que se confunde con el rumor de las olas.
CRUZAR LA FRONTERA: PERDER TODO
La escasez de peces es una realidad cada vez más evidente, cotidiana. Para Blanca, la combinación de la sobrepesca, el uso de motores y el cambio climático ha transformado el mar y con él, la vida en las comunidades pesqueras. “Ya el pescado se escaseó porque se va largo, huyendo”, comenta con resignación.
El cambio ha sido, en palabras de doña Blanca, “para más difícil”. Hoy, quienes dependen de la pesca deben adentrarse cada vez más, arriesgándose incluso a cruzar hacia aguas salvadoreñas y nicaragüenses. Pero la situación se volvió insostenible: las detenciones, decomisos y multas impuestas por las autoridades nicaragüenses hicieron inviable seguir en el mar.

En aguas de Nicaragua, la confiscación de lanchas y el cobro de multas son frecuentes. “Hace cinco años perdí una lancha allá, en plena pandemia… querían que pagara 3,000 dólares para recuperarla, pero ¿de dónde iba a sacar yo ese dinero?”, relata la mujer.
“A mí me capturaron una lancha los nicaragüenses hace cuatro años, y quedé sin aperos de pesca”, relata Sujey por su parte. Ante el temor constante de nuevos decomisos, confiesa: “Me orilló a vender la última lancha, porque sin tener cómo mandar a pescar no se puede subsistir”. Explica que las multas son inalcanzables: “Van desde 1,000, 1,500 y ahora hasta 5,000 dólares —es decir, entre 26,030 y 130,150 lempiras—. Nosotros no tenemos cómo pagar esas cantidades, ni las ganamos en dólares, solo en lempiras”, lamenta.
Quedarse sin una lancha significa, en palabras de Sujey, perder mucho más que una herramienta de trabajo: “Sin una lancha, sin pesca, lo que queda para la familia es emigrar”. Muchos de sus familiares —incluidos cuatro de sus hijos— y vecinos ya han tomado ese camino hacia Estados Unidos, porque sin el “rubro de vida” simplemente no hay cómo sobrevivir. Ella, en cambio, resiste en Cedeño, aferrada a una mejora que nunca llega: “El gobierno no pone nada de su parte por ayudar a los pescadores”, reclama.

De acuerdo con el Plan de Desarrollo Municipal (PDM) de Marcovia, Choluteca (2020-2029), la migración internacional es un fenómeno central en la zona. El documento reporta que en 1,565 viviendas hay personas que han emigrado al extranjero, en el 99.42% de los casos por razones económicas.
Además, el PDM, señala que gran parte de sus habitantes viven en condiciones de escasos recursos económicos debido a la falta de oportunidades laborales. Esta situación limita el acceso a empleos formales y sostenibles, obligando a muchas familias a dedicarse al cultivo de granos básicos como el maíz o a la pesca artesanal como medio de subsistencia. Son estas actividades las que constituyen las principales fuentes de ingreso ante la ausencia de alternativas económicas diversificadas.
“La marisquería, que es la recolección de moluscos y crustáceos en los bosques de manglar y en las playas, constituye casi en su totalidad el sustento de las mujeres de la zona”, explica Claudia Pineda. Sin embargo, la pérdida de biodiversidad y los daños a la infraestructura local provocados por fenómenos extremos —como marejadas e intrusión marina— han dejado a muchas sin sus pequeños negocios y viviendas.
El abandono estatal se hace evidente frente a las emergencias climáticas y la precariedad estructural. Cada año, las marejadas —cada vez más intensas y destructivas— golpean los modestos bienes de las familias. “Pasamos la vida reconstruyendo, sacando préstamos que no alcanzamos a pagar antes de la siguiente marejada. Es una cadena sin fin porque aquí, aunque hablemos y exijamos ayuda, no hay respuesta frente al cambio climático ni a las pérdidas”, lamenta Sujey.
Cedeño es una aldea costera que enfrenta de lleno los embates del cambio climático. Sus habitantes padecen con creciente frecuencia fenómenos extremos como marejadas, erosión costera e inundaciones, que amenazan tanto sus viviendas como los medios de vida tradicionales ligados a la pesca y al mar. Esta realidad convierte a Cedeño en una comunidad especialmente vulnerable, necesitada de atención y apoyo para adaptarse y fortalecer su resiliencia frente a un clima cada vez más adverso.
En materia de adaptación al cambio climático, el diagnóstico de FIAN Honduras advierte que ni el gobierno local ni el central cuentan con una estrategia definida para atender a las comunidades costeras. “No existe la visión de que aquí hay un problema real”, enfatiza Pineda.

Con las marejadas de junio, Blanca Posadas tuvo que abandonar su casa, ubicada a pocos metros de la playa. La erosión costera avanzó sobre tierra firme y muchas viviendas quedaron bajo el mar. Para las mujeres dedicadas a la pesca, la falta de recursos es una angustia constante: “No hay para la alimentación, ni para mandar a estudiar a los hijos. Lo poco que hay se va en sobrevivir, comiendo lo que el mar permita sacar —si acaso almejas o algo de curil— y esperando que Dios haga milagros”, relata Sujey. Los apoyos institucionales llegan pocas veces y, cuando lo hacen, resultan insuficientes o se esfuman pronto frente a nuevas tormentas.
MUJERES SIEMBRAN MANGLE
A pesar del abandono institucional, las mujeres han levantado sus propias agendas de denuncia y protección ambiental. Han organizado viveros comunitarios y jornadas de siembra de mangle, con las que no solo protegen el ecosistema, sino que también levantan barreras naturales contra los vientos y la salinización del suelo y el agua. “Las mujeres de Guapinol y Pueblo Nuevo —otra aldea de Marcovia— juegan un papel fundamental en la protección ambiental, incluso más allá de lo que reconocen las autoridades”, subraya Claudia Pineda.
La especialista considera que las causas de migración en estas zonas están estrechamente ligadas a los daños y pérdidas ocasionados por la crisis ambiental, y exige que las autoridades asuman sus responsabilidades. Lo hace recordando los recientes fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Internacional de Justicia, que ordenan a los estados garantizar protección frente a la emergencia climática.
Aunque la normativa nacional —como la Ley de Pesca y la Ley Forestal— prohíbe expresamente el desmonte de manglares y promueve su protección y manejo sostenible, en la práctica la deforestación de estos ecosistemas persiste en la zona. Frente a esa contradicción entre la ley y la realidad, las mujeres de Guapinol han asumido un rol protagónico: se han organizado y trabajan activamente en la reforestación del mangle.
Ante la omisión de las autoridades, las mujeres hacen lo que está a su alcance. En la comunidad de Guapinol —entre ellas Alva y sus hijas— se han organizado para desempeñar un papel clave en la reforestación del mangle. Su compromiso y trabajo colectivo no solo fortalecen la cohesión social, sino que también se convierten en un aporte esencial para la protección de este ecosistema vital, indispensable para la pesca y la resiliencia ambiental de toda la zona costera.
Sin embargo, se trata de un esfuerzo voluntario que carece de financiamiento público. Según los testimonios, organismos gubernamentales como la Dirección General de Pesca (DIGEPESCA) y la Secretaría de Agricultura y Ganadería no han implementado programas efectivos en la zona.
“Pedimos ayuda para comprar candelilla y nos dicen que no hay respuesta. Si el gobierno diera alimento por trabajo, nosotros reforestaríamos día y noche”, afirma Alva Peralta.
Pese a la precariedad, la comunidad mantiene viva su relación con el manglar, no solo como fuente de ingreso, sino también como parte de su identidad cultural y territorial. Además de recolectar curiles, organizan limpiezas comunitarias para retirar bolsas y botellas del mar, conscientes de que la contaminación acelera el colapso del ecosistema.
EL FUTURO INCIERTO DE LA PESCA
En el sur de Honduras, el Golfo de Fonseca es mucho más que un cuerpo de agua: representa sustento, cultura y futuro para miles de familias. Pero el cambio climático está llevando a las comunidades pesqueras a una encrucijada, advierte el biólogo marino Helder Pérez. El mar se calienta, los peces escasean y las lluvias son irregulares. Según la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), la temperatura superficial del océano ha aumentado de forma sostenida desde 1880 y alcanzó récords históricos en 2023, incluso fuera de un evento de El Niño, clara señal del impacto humano.
Ese aumento térmico obliga a los peces a migrar hacia aguas más profundas y frías, reduciendo las capturas y afectando su tamaño y ciclo reproductivo. Al mismo tiempo, la pérdida de manglares —guardería natural de entre 30% y 40% de las especies— expone a miles de alevines a la depredación. El Golfo ya muestra erosión y mortandad de manglares en zonas como Playa El Venado y Punta Ratón. Sin vedas ni áreas protegidas en el Pacífico hondureño, la sobrepesca se intensifica: “Cuando hay menos peces, se pesca más, incluso con mallas menores, y eso acelera el colapso”, advierte Pérez.
El alcalde de Marcovia, Nahún Calix, admite que, pese a las solicitudes de pescadores y municipalidad, no se ha logrado establecer vedas como en países vecinos, por falta de voluntad política. Helder Pérez recuerda, además, que la desaparición del manglar deja a las comunidades indefensas ante tormentas y huracanes: “Es un rompeolas natural; sin él, las casas y caminos quedan expuestos a la destrucción”.
Los datos de Global Forest Watch lo confirman: entre 2002 y 2024, Marcovia perdió 105 hectáreas de bosque primario húmedo, equivalente al 30% de su pérdida total de cobertura arbórea en ese periodo. El área de bosque primario disminuyó en 2.2%. Cada hectárea desaparecida es una frontera menos eficaz contra las mareas y el calor, y un futuro más incierto para quienes dependen de este ecosistema.
Mientras tanto, en aldeas como Guapinol y Cedeño, la vida se sostiene entre dos mareas: la del mar, que marca el trabajo diario, y la de la espera, que aguarda un apoyo institucional que nunca llega. Historias como las de Alva, Sujey y Blanca —marcadas por la pérdida, el abandono estatal y la precariedad— son el rostro humano de esta crisis. Frente a ecosistemas cada vez más hostiles y un eEstado ausente, la resiliencia de las mujeres que viven del mar es, por ahora, su único recurso.