Guardianas del canal: mujeres que restauran y enfrentan el cambio climático en el Pacífico guatemalteco

El canal de Chiquimulilla, al sur de Guatemala, atraviesa manglares, esteros, aldeas y áreas protegidas. Por generaciones ha sido el sustento para miles de familias de esa zona del país, pero hoy el cambio climático ha cambiado todo: las lluvias ya no son como antes, las aguas suben sin avisar, los peces casi no se ven y el agua dulce se vuelve más salada cuando hay escasez de lluvias. La vida, tal como era conocida en ese lugar, ya no existe.

En el corazón del humedal costero de Monterrico, donde la costa es devorada lentamente por el mar, cinco comunidades —Monterrico, La Curvina, La Avellana, Agua Dulce, El Pumpo y Papaturro— viven día a día los efectos visibles del cambio climático y la erosión costera –el proceso del incremento del oleaje y el nivel del mar acelerado por la intervención humana–, que representan pérdidas y daños irreversibles para sus formas de vida.

“La sedimentación y el calentamiento del agua, [que fueron] agravados por fenómenos como El Niño, están cambiando el ecosistema y reduciendo las capturas de camarón, jaiba y otros peces”, explica Juan Carlos, asesor técnico del proyecto “Pacífico Sostenible” de WWF. “El canal de Chiquimulilla, que antes era un ecosistema saludable, ahora se llena de sedimentos como consecuencia de la deforestación en las cuencas altas y las lluvias intensas, que además son más frecuentes y extremas debido al cambio climático”.

Esta transformación no es sólo ecológica, también representa lo que el mundo climático llama las pérdidas y daños: impactos provocados por el cambio climático que ocurren a pesar –o a falta– de la mitigación y adaptación. Algunos son económicos y medibles –como una casa inundada o un cultivo malogrado–, pero otros son intangibles: oficios que desaparecen, formas de vida que se desdibujan, vínculos con la tierra y el agua que ya no se pueden recuperar.

Marco Tax, director de operaciones del Instituto Privado de Investigación sobre Cambio Climático (ICC), confirma esta tendencia: “En Guatemala las lluvias son ahora más intensas y concentradas en poco tiempo, lo que aumenta la erosión del suelo y la sedimentación en ríos y canales. En la Bocacosta, donde está el canal de Chiquimulilla, antes llovía de forma más repartida, pero ahora en tres días cae lo que antes caía en un mes. Esto afecta directamente a los manglares y a la dinámica del canal”.

Según el informe titulado “Estado del Clima en América Latina y el Caribe”, de la Organización Metereológica Mundial (OMM), una de las consecuencias del cambio climático en Guatemala es que intensificó los efectos del fenómeno de El Niño. Según el estudio, durante 2024 las lluvias fueron entre un 20% y un 30% superiores a lo normal, con episodios más concentrados e intensos. Esto, dicen los investigadores, también ha provocado déficits de precipitación y temperaturas más altas en varias regiones del país. 

Los datos coinciden con los modelos de erosión que el ICC ha desarrollado en 13 cuencas del sur de Guatemala, que muestran cómo la combinación de lluvias torrenciales y pérdida de cobertura vegetal multiplica la cantidad de sedimentos que terminan en canales y esteros.

“Pero el problema no es solo el agua o la pesca”, dice Myrnamaría Galindo, bióloga de la Fundación para el Ecodesarrollo y la Conservación (Fundaeco). “Los ciclos de reproducción han cambiado. Antes, en Semana Santa, vendían mucho camarón. Ahora casi nada. Y eso golpea fuerte a las familias”, agrega. A esto se suma que la erosión costera ha avanzado tanto que ha borrado restaurantes y casas cerca de la playa, dejando a la gente cada vez más expuesta al mar.

La arena y el lodo se mueven de formas que casi nadie esperaba, cambiando los ecosistemas y la forma natural de la costa. “He visto cambios mes a mes. Antes era todo plano y lodoso, ahora hay zonas de pura arena”, explica Galindo. Por eso, restaurar manglares y cuidar estos ecosistemas es urgente, no solo para proteger la naturaleza, sino también para conservar la pesca, la sal y otras tradiciones que han mantenido a estas comunidades vivas por generaciones.

Desde 2022, un proyecto llamado “Alas y Raíces Resilientes”, liderado por María Schoenbeck, con apoyo de la institución anfitriona CECON, trabaja para restaurar 44 hectáreas de manglar y recuperar el flujo del agua en el canal de Chiquimulilla. La meta es salvar un ecosistema y una forma de vida que están en peligro por varios lados.

La lucha por el manglar

“La sedimentación y la tala han cambiado el curso de los ríos, cerrado lagunas y destruido manglares”, dice Schoenbeck. La solución es abrir mini canales para que se mezcle el agua dulce con la salada, algo vital para la sobrevivencia del mangle y la fauna que allí habita.

“No es cosa de uno o dos años; a veces toma de cinco a diez”, advierte Galindo. Pero ya hay señales de esperanza: han vuelto el camarón, las garzas verdes y las mariposas, y hay un mejoramiento de los sitios importantes para aves migratorias que ahora encuentran refugio donde antes no había nada.

Un punto clave en todo esto ha sido el liderazgo de las mujeres del lugar. María Fernanda Ramírez, subcoordinadora del proyecto Alas y Raíces Resilientes, explica que ellas mezclan sus saberes ancestrales con técnicas nuevas, liderando la recolección de semillas, las siembras y el monitoreo, y al mismo tiempo fortaleciendo la economía familiar. Para muchas mujeres, esta es la primera vez que entran a un manglar. “Antes había mucho machismo y ellas no tenían oportunidad de hacer este trabajo. Muchas mujeres de La Curvina nunca imaginaron cómo era un manglar, y ahora sienten un vínculo muy fuerte con ese lugar”, recuerda Galindo.

Hoy, estas mujeres no solo restauran la naturaleza, también defienden el territorio, alertan sobre invasiones ilegales y denuncian la tala irregular de árboles. Pero los desafíos siguen ahí. Uno de ellos son los monocultivos de caña de azúcar, café, banano y palma africana. Aunque la contaminación no ha frenado por completo el flujo del agua, las plantaciones en la parte alta de la cuenca han alterado sus nutrientes. Lo más grave ha sido el desvío de ríos para riego, que interrumpe el paso natural del agua y deja al manglar sin el respiro que necesita. 

De acuerdo con un estudio de 2011, firmado por Lilian Yon, asesora legal del Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales de Guatemala, la pérdida acelerada de playas y manglares ha debilitado las barreras naturales contra la erosión. Esto, sumado a construcciones sin control y la sobreexplotación, pone en riesgo la biodiversidad y la vida en el canal de Chiquimulilla.

Mynor López, pescador de 45 años, ha visto cómo el canal se transforma. Cada vez le cuesta más vivir de la pesca artesanal. Crédito: Andrea Godínez

“El canal ya no da”: la lucha de los pescadores artesanales ante el colapso ecológico en Monterrico

Desde hace más de una década, Mynor Yonel López Pérez, de 45 años, ha navegado las aguas del canal de Chiquimulilla con su lancha de madera, echando redes en busca de camarones, tilapias y robalos. Aprendió el oficio de su padre, quien a su vez lo heredó de generaciones anteriores. “Él solo se dedicaba a la pesca. Nos enseñó todo: a distinguir las especies, a entender las mareas, a conocer la vida del agua”, recuerda.

Pero hoy, el conocimiento que antes garantizaba alimento y sustento ha dejado de ser suficiente. “Ya no es como antes. Hay temporadas en que el canal se queda sin nada”, dice López Pérez con resignación. El cambio climático ha alterado los ciclos del agua y la reproducción de las especies. La erosión costera ha cambiado el curso del canal, y con él, la vida de los pescadores artesanales que dependen de esteJ ecosistema frágil y ahora profundamente alterado.

“Antes entraba el pescado del mar para acá, y aquí crecía. Eso nos ayudaba. Pero ahora viene muy chiquito, si es que viene. Y hay peces que ya ni aparecen”, explica. En su memoria permanece el pez al que llamaban “loro”, una especie que solía abundar en ciertas temporadas, y aunque hoy ya no lo encuentran en estas aguas, su recuerdo habla de un ecosistema más diverso, de una abundancia que, poco a poco, ha ido desapareciendo.

“El canal ya no da”, dice López Pérez, como resumen de lo que él y otros pescadores han vivido en los últimos años. Lo que antes era una fuente estable de ingresos para decenas de familias, ahora apenas alcanza para sobrevivir. La pesca artesanal en Monterrico está colapsando, víctima de la pérdida de biodiversidad, del aumento en la temperatura del agua y del ingreso de especies no nativas que destruyen lo poco que queda.

Este aumento en la temperatura del agua no es anecdótico. Según el Diagnóstico del Estado del Ambiente Marino Costero del Pacífico de Guatemala, que aún no está publicado y fue elaborado por Mario Roberto Jolón Morales, la temperatura superficial del mar en esta región ha aumentado en aproximadamente 0.5°C desde 1940, y la tendencia sigue al alza. Este calentamiento afecta la distribución y reproducción de las especies marinas, provocando migraciones hacia zonas más frías y reduciendo las capturas para los pescadores. 

Para López Pérez, la situación no es solo ambiental: es una amenaza directa a su forma de vida, a su historia familiar, a su cultura. “Nosotros vivimos del canal. Sin él, no hay trabajo, no hay comida. ¿A dónde vamos a ir?”, se pregunta.

Mario Valladares, 65 años, prepara su atarraya. Su rutina es un reflejo del esfuerzo constante de los pescadores que enfrentan un canal cada vez más estéril. Crédito: Andrea Godínez

Pescar ahora es casi un acto de resistencia

Algo similar le ocurre a Mario Roberto Valladares, un pescador de 65 años que lanza su atarraya al agua con la esperanza tensa entre los dedos. Es originario de Taxisco y aprendió a pescar por necesidad, observando a otros lanzar la red. Hoy, ha caminado varios kilómetros para llegar al canal de Chiquimulilla, y aunque repite el movimiento con paciencia, el resultado es siempre el mismo: nada.

“Antes uno pasaba un par de horas y sacaba algo. Ahora puedo estar todo el día y tal vez no pesco ni para llevar a vender,” dice en voz baja. La pesca para él es un ingreso complementario, una manera de aliviar la economía familiar. Pero cada día resulta más difícil. Hace 7 años, en un buen día de pesca todavía lograba reunir entre $45 a $130 dólares aproximadamente, ahora un día de pesca puede representar nada.

Además, “en el caso de la pesca en el mar, los peces migran a zonas más frías y los pescadores deben adentrarse más lejos en el mar –los que pueden–, gastando más gasolina, arriesgándose más y obteniendo menos”, explica Villagrán, de WWF.

En busca de mejor suerte, Mario se traslada a otra zona del canal. Navegar ya no es solo movilizarse, también es resistir. Crédito: Andrea Godinez.

Pero no solo existen pérdidas económicas. Esta transformación también afecta la salud y la identidad cultural de las comunidades. La reducción en el consumo de pescado ha provocado cambios en la dieta familiar, incrementando la dependencia de productos menos saludables o altamente alterados como el pollo y otros alimentos procesados. Esto tiene consecuencias directas en la nutrición familiar, y también en la pérdida de prácticas ancestrales vinculadas a la pesca y al consumo responsable de los recursos marinos. Schoenbeck, del proyecto Alas y Raíces Resilientes, enfatiza que “la pesca no es solo un medio de vida, es un patrimonio ancestral”.

La reducción de esta actividad genera ansiedad, desesperanza y en algunos casos migración, principalmente de los más jóvenes que ya no ven esta práctica como un medio sostenible de vida para sus familias. A ello se suma la presencia del pez diablo, especie invasora que compite con las nativas, altera el equilibrio del ecosistema y al tener aletas muy picudas y afiladas al momento de retirarlo de las redes de pesca las rompe, agravando la situación para los pescadores. La erosión costera también ha complicado el acceso a zonas de desembarque, obligando a limpiar canales manualmente, tarea que no solo requiere muchos recursos económicos, sino humanos. 

Seguridad alimentaria y cambios que duelen

Aunque todavía en la comunidad la dieta se basa en el pescado, que es barato y accesible, la caída de las capturas y el aumento de los costos de pesca están empezando a afectar la seguridad alimentaria de muchas familias. En Monterrico, aunque son los hombres los que salen a pescar, las mujeres juegan un papel clave preparando redes y ayudando a vender el pescado, aunque muchas veces nadie las reconoce. Trabajar juntos, en pareja, ha sido fundamental para la economía familiar.

Atrapados entre aguas: la familia Varela y un canal que ya no sostiene la vida

Los hijos de Juan Antonio Varela navegan por el canal, su único camino para llegar a la escuela, el trabajo o el centro de salud. El cambio climático ha vuelto su vida cotidiana más frágil y peligrosa. Crédito: Andrea

La familia de Juan Antonio Varela Rodríguez vive en una casa sobre pilotes en medio del canal de Chiquimulilla, donde el agua es su camino para ir a la escuela, trabajar o buscar atención médica. Pero el canal, que antes conectaba su vida, hoy los aísla cada vez más: durante la temporada de lluvias, las crecidas inundan su casa y los dejan atrapados por días; en la época seca, el nivel del agua desciende tanto que sus lanchas quedan varadas.

“Es como si el canal nos negara el paso”, comentan resignados. La transformación del clima no es casualidad: Marco Tax, del ICC, explica que ahora “llueve en tres días lo que antes caía en un mes”, lo que erosiona la tierra y arrastra toneladas de sedimentos desde las zonas altas hacia el canal, asfixiándolo. Según la OMM, en Guatemala las lluvias han sido entre un 20% y 30% superiores a lo normal, concentradas en episodios más extremos que intensifican las pérdidas y daños en comunidades como la de los Varela.

El cauce cambia constantemente y los suelos desaparecen, dejando al canal incapaz de cumplir su función como vía navegable o regulador natural. Para los Varela, la vida cotidiana se ha vuelto frágil ante lluvias erráticas, sequías prolongadas y fenómenos extremos como El Niño, que en 2024 agravó la crisis en la región.

Las que entraron al manglar: mujeres restauradoras de vida

“El canal está cambiando. Ya no es el mismo. A veces se seca, y otras veces nos inunda. Si sube mucho, no podemos salir. Si baja, las lanchas se quedan atrapadas”, relata Marleny Ibarra, habitante de la aldea Agua Dulce, una pequeña comunidad asentada como una isla dentro del canal de Chiquimulilla. Solo veinte familias viven allí, rodeadas de agua. No hay caminos. Las lanchas son el único medio para salir o entrar, para estudiar, ir al mercado o acceder a un centro de salud. Y sin embargo, el agua que les da vida también se ha convertido en su mayor amenaza.

Recuperar el mangle no es una acción simbólica: es una necesidad urgente. Significa reconstruir barreras naturales contra tormentas, asegurar la reproducción de peces y camarones, y proteger a las comunidades de las consecuencias más severas del cambio climático. “Muchas familias dependen de la pesca, la venta de sal y prácticas sostenibles que están ligadas a este ecosistema”, explica Ramírez.

Marleny siembra un mangle a orillas del canal de Chiquimulilla. Como muchas otras mujeres, se ha convertido en guardiana de este ecosistema. Crédito: Andrea Godínez

En contraste —pero también como respuesta directa al mismo colapso ambiental— mujeres como Sandra Patricia De León Valladares, de la aldea La Avellana, han decidido actuar. “Las mujeres también son del campo”, dice con orgullo. A principios de 2025, se unió al proyecto Alas y Raíces Resilientes, parte del programa de Soluciones Costeras. Fue la primera vez que muchas de ellas hicieron lo que hasta entonces se consideraba “trabajo de hombres”.

Se internaron en los manglares con botas, herramientas y determinación. Viajaban en lancha hasta donde el canal lo permitía y luego caminaban cerca de un kilómetro entre el lodo espeso y las raíces enredadas. Cargaban varas de bambú para construir chinampas —estructuras flotantes diseñadas para facilitar la reforestación del mangle— en condiciones extremas de calor, humedad y esfuerzo físico.

Ya sea resistiendo desde comunidades atrapadas por el agua o internándose en el manglar con varas de bambú, estas mujeres sostienen con sus cuerpos y sus decisiones la posibilidad de futuro para sus comunidades. Restauran más que un ecosistema: restauran la vida.

Mientras comunidades como Monterrico, La Curvina, La Avellana, Agua Dulce y El Pumpo siguen restaurando lo que el mar arrasa, la pregunta se vuelve cada vez más urgente: ¿cómo responderán el Estado, la sociedad civil y otros guatemaltecos para enfrentar esta crisis que pone en riesgo no solo la biodiversidad, sino la supervivencia de estas comunidades costeras? Porque si la restauración es posible, también lo es el abandono. Y ese sería el verdadero fracaso.

Rubén, hijo de Aura, sostiene una semilla de mangle lista para ser sembrada. La restauración también pasa de generación en generación. Crédito: Andrea Godínez

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