Desde la puerta de su casa, David Reyes puede ver, a lo lejos, las dos torres delgadas en las que se intercalan líneas blancas y rojas, y que se elevan en el paisaje de Tocopilla. Es la central termoeléctrica Norgener, en la que trabajó desde 2013, y que ahora está detenida como parte del proceso de descarbonización en Chile.
Reyes dedicó más de 20 años de su vida a las termoeléctricas. Terminó de estudiar automatización y control industrial en 2009 y, como su papá trabajaba en una termoeléctrica, aprovechó para ingresar. “Por ahí yo entré, un empujón, y ahí me armé mi carrera solo”, dice.
Antes de llegar a Norgener, de AES, estuvo 12 años con Engie. “Era instrumentista, es decir, verificaba los instrumentos, como la palabra lo dice”. Instrumentos de presión, de flujo, de sistema hidráulico… Reyes era parte del grupo que se encargaba de que la central funcionara. “Si el instrumentista falla, la central se detiene y muere”, asegura. Reyes es serio cuando habla. En la cámara de la cita por Teams solo se ve su cara ancha, piel oscura y pómulos marcados. Tiene dos hijos y una pareja. “Si nos casamos nos vamos a separar”, dice y es la única broma que lanza en la conversación.
Con AES, Reyes comenzó a vivir los cambios regulatorios. Uno fue la instalación del sistema FGD, que busca que los gases que generan el calentamiento global no salgan directamente a la atmósfera por las chimeneas. Pero el rápido proceso de descarbonización de Chile lo descolocó. “Fue un desconcierto, no solo para mí, sino que también para todos mis compañeros”, relata. “Nosotros creíamos que podíamos jubilar en este puesto de trabajo y fue triste porque hartas cosas que pasaron adentro, tantas vivencias, se dejaron de un minuto a otro”.
Hace dos años, en pleno inicio del proceso de descarbonización en Chile, a Reyes se le abrió una oportunidad. AES, la empresa en la que trabaja, junto a la Universidad Adolfo Ibáñez, comenzó a realizar unos cursos de reconversión laboral para trabajadores de las termoeléctricas. La idea era que, con el cierre de las centrales, pudieran trabajar en energías limpias.
Reyes está en medio del proceso de industrialización verde en el que está envuelto el país, es decir, esa transformación del modelo productivo a uno más sostenible y respetuoso con el medio ambiente (en el que se desarrollarían nuevas industrias). Un giro que, en Chile, no solo traería mayor crecimiento económico, sino que también podría ayudar con una de las grandes deudas que tiene el país: la desigualdad.
Esto, en medio de algunas ventajas competitivas, como la geografía idónea para el desarrollo de industrias claves en la transición energética, y por el hecho de que, actualmente, ni la economía ni el empleo dependen de los combustibles fósiles en gran medida. Sin embargo, los procesos de industrialización siempre tienen “ganadores y perdedores”. Y, para que efectivamente sea una oportunidad, se tendrán que sortear instituciones extractivas que han llevado a que un mayor crecimiento no sea sinónimo de menor desigualdad en Chile.
El concepto de desigualdad en Chile se puso de moda en la agenda política y mediática en 2019. ¿Por qué una nación con poca pobreza, incluso comparado a algunos países desarrollados, y con un crecimiento económico sostenido en las últimas décadas, revienta en un estallido social? La respuesta, bastante obvia para muchos académicos, aunque ninguno vio venir el descontento, fue la desigualdad. Es que Chile, siguiendo un mal que se repite en la región, es un ejemplo de cómo un mayor crecimiento económico y un más elevado PIB per cápita, no significa una mejor distribución de ingresos, es decir, una menor desigualdad.
Hablar de desigualdad puede ir más allá de los ingresos económicos. A nivel multidimensional incluye elementos tan variados como el acceso a educación, a servicios públicos o la expectativa de vida. Pero, como han planteado varios académicos, entre ellos el premio nobel de economía, Amartya Sen, son elementos que están interrelacionados: sin una mejor distribución de ingresos , es difícil solventar las áreas multidimensionales o, como diría Sen, es difícil que las personas puedan tener la libertad de vivir la vida que valoran.
La medida más usada para medir la desigualdad es el coeficiente Gini, un indicador que busca evidenciar las diferencias de ingresos en un país, donde 0 es total igualdad y 1 total desigualdad. Un alza de dos centésimas equivale a un traspaso del 7% de la riqueza del sector más pobre de un país al más rico. Si bien es un indicador imperfecto, que tiende a sobreestimar los movimientos en los sectores medios y que tiene problemas para su medición, grafica de manera fácil la desigualdad permitiendo comparaciones. Y lo que está claro es que, en Chile hay una deuda a nivel de desigualdad. Con un coeficiente Gini de 0,44, está al nivel de países como el Congo, mientras que su PIB per cápita cercano a US$20.000 se parece al de Portugal, según información del Banco Mundial.
Pero, ¿cómo conversa esto con una transformación productiva que impulsaría la industrialización verde? Esto nos lleva a la transición energética, es decir, ese cambio hacia un sistema energético sostenible (mediante la reducción de emisiones de CO2 y la adopción masiva de energías renovables) y a un concepto complejo derivado, el de transición justa. Ahí hay miradas encontradas. Por un lado, están los que ven a la transición como una sustitución tecnológica hacia energías renovables donde, si bien hay una transformación a nivel de mercado laboral, el modelo económico se mantiene. Otros plantean que debe haber un cambio profundo, que implique nuevas condiciones sociopolíticas, cambios a nivel de productividad e, incluso, en la relación del norte y el sur global. O, como plantea el economista francés, Thomas Piketty, “no habrá salida al calentamiento global (…) sin una reducción drástica de las desigualdades y sin un nuevo sistema económico, radicalmente diferente al capitalismo actual”.
Entre estas diferencias, para la Organización Internacional del Trabajo (OIT) los pilares de una transición justa son el “trabajo decente para todos, la inclusión social y la erradicación de la pobreza”.
En Chile, la transición ya está en marcha y la apuesta va más allá de un cambio de la matriz energética local. El Gobierno espera que solo Magallanes produzca el 13% del hidrógeno verde a nivel mundial, un componente que sería clave para la transición energética. Y a eso hay que sumarle algunos metales en los que el país tiene ventaja, como el cobre y el litio. Es decir, la industrialización verde podría impulsar con fuerza el crecimiento económico del país, con un cambio productivo que podría ser bastante poderoso.
Reyes, desde Tocopilla, desconfía del proceso de transformación energética. No le hace sentido. “Es un negociado para que los chinos metan su tecnología”, teoriza. “La compañía dice que se van a retirar dos máquinas termoeléctricas de x cantidad de generación de energía y el Estado celebra porque eso significa que dejarán de circular 100 mil vehículos. Genial, estamos aportando para que el planeta no se esté calentando, pero al otro día entran 500 mil vehículos, entonces, no le entiendo la lógica”.
A pesar de sus dudas, en 2020 comenzó los cursos de reconversión laboral. Fue un periodo intenso, salía de turno de noche a las 8 de la mañana y a las 9 ya tenía que estar conectado en el curso hasta las cuatro de la tarde. Dormía un par de horas, y de vuelta a la termoeléctrica. Se fue por el área termosolar, principalmente, porque le permitiría trabajar hacia el norte.
Casi al final del curso, los llevaron al parque fotovoltáico Bolero. De Antofagasta hacia la cordillera, en medio de un paisaje desértico solo entrecortado por algunas colinas, hay decenas, cientos de paneles que se agrupan como si fueran un sembradío negro. Desde el cielo, podrían confundirse con figuras como las de las líneas de Nazca. “Todo lo que vimos en clases se volvió tangible”, dice Reyes.
Ya con el cierre de la termoeléctrica en Tocopilla anunciado, no fue hasta que faltaban pocos días para que les entregaran el finiquito que la empresa llamó a Reyes a entrevistas para los parques fotovoltaicos. Se preparó, repasó las clases y llamó a un amigo que trabajaba para la competencia y le pidió ayuda. Dos días antes de ser desvinculado le dieron la noticia: iba a ser trasladado a Andes Solar.
Su rutina cambió. Ahora trabaja en turnos de 7×7, en medio de la nada. A cuatro horas de Antofagasta hacia la cordillera, casi en la frontera con Argentina. “Hay cerro, cerro, cerro y de repente unos zorritos por aquí o por allá”, dice. Su día a día consiste en solucionar las fallas que se puedan presentar en el parque. Sale a terreno desde las 7:30 de la mañana en un auto eléctrico con un compañero, nunca solo, “porque equivocarse es muerte instantánea”, dice. En la tarde debe cerciorarse de que las baterías carguen la energía que se adquirió en el día. Lo más difícil para él fue el frío. Llegó de la costa, donde el mar regula la temperatura, a la mitad del desierto donde podía encontrar -16 grados.
Solo unos ocho de sus compañeros hicieron el curso de reconversión, recuerda Reyes. Muchos no se inscribieron, con cinco o 10 años para jubilar, no creyeron que valiera la pena. Ahora, en su nuevo trabajo, Reyes reconoce que esta nueva tecnología está ayudando al planeta. Pero su preocupación es otra. Dice que en Tocopilla eran unas 80 personas las que trabajaban para una central de 266 megawatts. Ahora, en Bolero, son solo cuatro para 160 megawatts. “Muchos compañeros quedaron en el aire”, señala. “Eran personas mucho más habilidosas que yo, con demasiada experiencia en la central termoeléctrica, pero les cambiaron el rumbo y se perdieron”.
Crecimiento inclusivo
Que los nuevos ingresos de la industrialización verde se distribuyan, y disminuyan la desigualdad, no es algo que esté del todo claro. Son las instituciones políticas y sociales del país las que definirán si termina siendo inclusiva o extractiva (entendido como un beneficio que solo tomarán las élites). Los países que ya tienen una mejor distribución de ingresos cuentan con organismos políticos que permiten ese traspaso hacia un proceso inclusivo, pero Chile no está muy bien parado. “Economías latinoamericanas con peores instituciones políticas pueden absorber el efecto de la industrialización verde con una peor distribución de ingresos, al capturar estas nuevas rentas los grupos de poder político y económico”, advierte María Teresa Ruiz-Tagle, economista de la U. de Chile.
El crecimiento solo disminuye la desigualdad cuando es inclusivo, es decir, cuando las instituciones permiten que los beneficios de ese aumento del PIB sean esparcidos. Sin grandes recetas, sí hay dos elementos que se repiten entre los factores que pueden ayudar a esa inclusión: mejorar la educación, además de los impuestos y transferencias.
Este segundo punto es complejo para Chile. Piketty plantea que países con peores sistemas redistributivos después de impuestos empeoren su desigualdad ante mayores ingresos, como los que podrían percibir el Estado con la industrialización verde. En Chile, el Gini antes de impuestos marca 0,50, mientras que después de impuestos 0,47. En la OCDE, la transferencia es de 0,42 a 0,30 en promedio. Esto no porque el Estado sea ineficiente en Chile, más bien porque la principal recaudación se da por el IVA, un impuesto regresivo (proporcionalmente más alto para las personas de menores ingresos).
“El crecimiento económico es importante, pero la historia nos ha demostrado que no es suficiente para alcanzar el bienestar”, dice Gonzalo Durán, economista de Fundación Sol. Da como ejemplo al superciclo del cobre, esos 12 años entre 2006 y 2014 en los que el precio del metal rojo se disparó y, con eso, el crecimiento del PIB de Chile rondó un promedio cercano al 5% anual, incluso, con la crisis financiera entremedio. “Hoy, el 1% más rico concentra casi el 49% de la riqueza de Chile”, agrega Durán.
El economista cree, eso sí, que el impacto de la industrialización verde todavía está por verse. Y que dependerá de la estrategia que tenga el país. Se toma de las teorías del economista surcoreano Ha-Joon Chang en las que, lo más relevante, es aumentar las capacidades productivas, es decir, salir de la dependencia de la exportación de materias primas. Y lo mal parado que está Chile lo grafica con el gasto en investigación y desarrollo que es de cerca de 0,35% del PIB, mientras que en países como Corea del Sur es de 4,4%, en Finlandia de 3,6% y el promedio OCDE alcanza 2,2%. “Si no invertimos en investigación y desarrollo y seguimos exportando materias primas, no es esperable que existan efectos distributivos”, dice.
El taller
Los talleres de reconversión laboral, como al que asistió David Reyes, se han repetido por varios años. En agosto de 2024 uno estaba en proceso. En la clase había 16 participantes, cámaras apagadas y ruts que iban desde los 9 millones hasta los 17, es decir, personas de entre 30 y 60 años, con algunos cerca de la jubilación. En la sesión, hablaba un invitado del ministerio de Economía sobre la regulación del hidrógeno verde. Tras 50 minutos, surge un tema de especial interés para los participantes: los requisitos para ser instalador de gas licencia clase 5, es decir, qué exige la ley a quienes quieran ser parte de este nuevo cargo que surge a partir de las industria del hidrógeno verde. Son dos: el título de ingeniero civil o ingeniero en instalación y un certificado de aprobación del curso de diseño y construcción de instalaciones de hidrógeno.
“Se pueden crear nuevos tipos de profesiones”, dice el invitado. “Específicamente, este instalador lo que va a hacer es mantenimiento o inspección de las instalaciones”.
Y ahí lo interrumpen con una pregunta que tal vez rescata una de las angustias de quienes dejarán sus cargos en la industria del carbón. “Se necesita el título de ingeniero civil o ingeniero en ejecución, pero ¿una persona recién salida cumple con esos requisitos?”, dice uno de los participantes.
Ventajas y desafíos
A pesar de los retos para una mejor distribución de ingresos, el cambio productivo que se anticipa para Chile podría ser una oportunidad, sobre todo porque cuenta con una ventaja: no es productor relevante de combustibles fósiles y esa industria ya está en retirada. “Por eso, la industrialización verde debería dar puestos de empleo, sobre todo para sectores medios altamente especializados”, dice Diego González, del Centro UC de Cambio Global, quien confía en que puede ser un punto de partida hacia una “sociedad más justa”.
Varios organismos internacionales ya han abordado el problema de la relación entre industrialización verde y desigualdad. El PNUD tiene su propia receta que, si bien es bastante genérica, entrega algunos lineamientos. Esta incluye puntos como la búsqueda de negocios verdes para la sostenibilidad, es decir, una transformación estratégica de sectores como agricultura y turismo; la protección laboral con salvaguardas sociales y una agenda de creación de empleos verdes; la alineación de políticas sectoriales con las climáticas; el diálogo social; la búsqueda de soluciones regionales; y la reducción de desigualdades de género en empleos verdes.
“Si bien este análisis es aplicado a República Dominicana, Chile puede también tomar esto como recomendaciones y, dadas las ventajas comparativas, puede haber mayor potencial para generar un crecimiento verde sin empeorar la distribución de ingresos”, dice Ruiz-Tagle, de la U. de Chile.
El Gobierno tiene claro los desafíos. Ruiz-Tagle dice que el Ejecutivo ya está haciendo estudios en torno al requerimiento de capital humano con el hidrógeno verde, pero la gran dificultad estaría en la capacitación con instituciones locales. “Esto permitiría hacer más accesibles los puestos de trabajo en la zona”, dice. “Y así las rentas pueden diseminarse en las comunidades locales”.
Agrega que, para no crear “islas de desarrollo”, se necesita que la institucionalidad sea capaz de generar industrias alrededor. Y ahí da el ejemplo del plan de Corfo de colaboración público-privada llamado “Manufactura de componentes habilitantes para la industria del hidrógeno”, que busca promover el desarrollo de actividad local asociada a la cadena de valor de esta nueva industria.
En el ministerio de Economía nombran otras iniciativas que están implementando para que la industrialización verde reduzca las brechas de desigualdad. La clave, dicen, es fomentar aquellas industrias que proveen de empleos de calidad, y a su vez estimular políticas que permitan generar encadenamientos productivos. Destacan el Programa de Desarrollo Productivo Sostenible (DPS). “Busca acelerar aquellas industrias que son atractivas para la descarbonización y transición energética, a la vez de que impulsan la productividad y la generación de empleos de calidad”, plantean desde Economía. En su primer año, en 2023, destinó US$ 120 millones a gastos en soluciones que contribuyan a la “descarbonización justa”. Incluye, además, instancias de capacitación y competencias técnicas para las industrias verdes, e iniciativas que fomentan la adaptación de empresas locales para convertirse en proveedores de estos sectores.
En el DPS se destaca un programa que busca que Magallanes sea un polo industrial de hidrógeno verde y que quiere potenciar la demanda local, encadenamientos productivos y formación de talento. Además del centro Tecnológico H2V que, entre otros elementos, busca formar capital humano que responda a las necesidades de la nueva industria.
Esta búsqueda por el desarrollo de proyectos locales que aprovechen la industrialización verde también se está realizando con el litio, donde están impulsando a productores especializados, con la idea de generar mayor empleo e ingresos para las comunidades locales.
El DPS, además, quiere promover la capacitación y reconversión de trabajadores, “para aprovechar las oportunidades que surgirán con las energías renovables”, dice el ministerio. Corfo, de hecho, apoya el desarrollo de competencias en técnicos, profesionales y trabajadores de la industria energética, para instalar, montar, operar y mantener plantas de generación verde.
El traslado
Exequiel contesta la llamada por Teams desde la oficina en los Cururos, a más de 300 kilómetros al norte de Santiago. Ahí, la autopista 5 norte atraviesa, plana, una zona de poca vegetación al lado de la cual se elevan decenas de blancos molinos de tres aspas del parque eólico que se dispersan, sin orden aparente, por el territorio. Exequiel llegó a trabajar ahí tras completar el curso de reconversión laboral.
Todos los días que está en el parque sale con un compañero y comienza a recorrer en busca de averías. A veces, debe andar más de 15 o 20 minutos en auto para llegar de una máquina a otra. Se para debajo de los aerogeneradores, se pone su arnés y su casco, y mira hacia arriba, a esos 100 metros de altura que podrían ser un edificio de 30 pisos. Sube por un elevador interno e ingresa a la cabina. Ahí, siente el viento. “Lo más impactante es el viento”, dice. “Y lo más peligroso son las ráfagas que te empujan y te sueltan”.
Exequiel trabajó por 12 años en la central termoeléctrica en Ventanas, en Puchuncaví, en plena zona de sacrificio. Tras un año y medio de curso de reconversión, le tocó trasladarse a Coquimbo. “Fue un cambio difícil”, reconoce. La descarbonización le llegó de golpe y, como quería seguir en la misma empresa, le tocó mudarse con su señora y sus dos hijas de nueve y tres años. “Dejé toda mi red de apoyo, dejé mi casita en la Quinta Región”, dice. “Llegué solo con mi familia, fue un cambio radical hacia una zona en la que no había vivido nunca, sin conocer a la gente, con un nuevo sistema de trabajo y una nueva tecnología”.
El problema es que la industrialización verde es todavía un proceso abierto y lleno de incógnitas. “Es difícil saber cómo afectará el crecimiento económico que venga a la desigualdad”, dice Rafael Carranza, académico de la Escuela de Gobierno UC. Él es parte de la mesa de Trabajo del Futuro, de la comisión Desafíos del Futuro del Senado, que aborda una gran pregunta: cuáles serán las nuevas formas de empleo y cómo responder a eso en los próximos 30 o 50 años.
Carranza es cauto ante la industrialización verde. “A grandes rasgos se puede pensar en un impacto positivo en crecimiento”, dice. “Pero es difícil saber quiénes serán los ganadores y perdedores”. Con algunas industrias desapareciendo, como la del carbón, y otras que podrían estar amenazadas con el cambio climático, el proceso de industrialización verde podría ser costoso a nivel de desigualdad. Pero Carranza cree que hay algunas formas de contener el golpe o, incluso, de transformarlo en oportunidad. Plantea tres etapas: a corto plazo, se deben desarrollar nuevas habilidades. Al mediano, redirigir las capacidades. Y, mientras tanto, impulsar políticas sociales de apoyo: “Por ejemplo, repensar el seguro de cesantía ante grandes transiciones que pueden afectar a muchas personas”, sostiene.
Una de las grandes dudas que plantea es la escala que podría tener la transformación laboral impulsada por la industrialización verde. Da el ejemplo de la inteligencia artificial: las actividades creativas podrían estar bajo amenaza. “Es difícil predecir quiénes se verán afectados, se pensó en algún momento que ciertas labores no se verían reemplazadas”, dice. Y agrega otro gran factor: “Hay tres cambios al mismo tiempo: el tecnológico, el ambiental y el demográfico, y los tres interactúan de formas que no conocemos”, advierte.
Para Shahriyar Nasirov, académico de la UAI y quien lidera los cursos de reconversión, en Chile hay una ventaja en el desarrollo de la industrialización verde top down, es decir, las decisiones vienen desde arriba, donde el conocimiento técnico, asegura, es muy elevado. Pero, plantea que hay un problema al aterrizar esas visiones. “Eso tiene que ver con el gap [brecha] social enorme y ese es un problema, cómo hacemos que la sociedad se sienta parte de la transición energética”, dice. Y ahí habría un tema de “confianzas”.
Para Nasirov, el modelo energético antiguo ha llevado a desconfianza en las comunidades. “Sienten que vienen a aprovechar el terreno y los beneficios económicos”, dice. El desafío sería hacer que las comunidades se sientan parte de los proyectos. “Muchas veces la relación no es contractual, es más bien de confianza”, dice. “Se necesita un modelo a largo plazo, que incluya la ventaja del crecimiento en la comunidad, y ahí hay una oportunidad de achicar el gap social”.
El silencio
Exequiel reconoce que sintió angustia cuando comenzó el proceso de descarbonización. Eso lo llevó a meterse al curso de reconversión laboral. “Muchos me llaman todos los días por si hay algún puesto disponible”, dice. “Es tan incierto el futuro de ellos y eso les afecta en la cabeza y ahí viene el tema familiar, y todo lo que conlleva todo el tema de la angustia”.
En el parque eólico, sin embargo, Exequiel está feliz. Dice que, pese a sonar cliché, nació para trabajar en las turbinas. “Me gusta la tranquilidad de estar en el parque, no hay bulla, convives con la naturaleza, con los animalitos, a mí me marcó mucho esa diferencia”, dice. “Una central termoeléctrica, en cambio, es ruidosa y está en silencio solo cuando está fuera de servicio”.