Estela Casanto: Una historia de impunidad sobre la muerte de lideresa indígena en la selva central

Una indigena asháninka peruana falleció en marzo de este año. Su cuerpo apareció lejos de su casa, golpeado y escondido en una cueva; pese a ello, la autopsia establece que su muerte fue por atragantamiento de hojas de coca. Hace décadas, esta mujer salvó a varios nativos de la muerte durante la guerra interna; pero, desde hace meses no pudo escapar del constante hostigamiento de sus vecinos. Para su familia, Estela Casanto fue asesinada, para las autoridades, su muerte aún está en investigación.

La mañana del miércoles 10 de marzo de 2021, los hinchados ojos de Estela Casanto, de 56 años, agotaron todas sus lágrimas. La interpretación de una pesadilla de dos noches atrás, desencadenó el llanto de sus últimos días.  

 

Elea Morales (43), la hija mayor de Estela, dice que su madre predijo su muerte. “Me contó que había soñado con una tabla, […] y se había sentado en ella. Yo le pregunté qué significaba y ella me dijo que era ‘malo sentarse en la tabla’. Mi mamá soñó que se iba a morir”, rememora. 

 

Para Estela, la tabla era su ataúd.   

Ese día, Estela Casanto Mauricio la menuda mujer que arrebató vidas asháninkas a la muerte se despidió de sus nietos, hijos e hijas y, por último, de sus yernos, para caminar junto a ella. “Mi mamá nunca nos abrazó, pero ese día, abrazó a todos como despidiéndose”, dice Elea Morales.  

 

La fundadora de Shankivironi una comunidad nativa en la selva central del Perú partió de la casa de su hija, aquel día por la mañana. Caminó casi una hora por los surcos del río Shirarini, siguió la ruta ancestral que sus antepasados recorrieron, pero que, desde hace algunos años, le había sido prohibida y a la cual nunca más volvería.  

 

LA INFANCIA RESTRINGIDA

Un 28 de agosto de 1964, la pequeña Estela recorrió por primera vez, junto a sus padres Carlos Casanto y Rosa Mauricio, el camino hacía el vasto terreno que le heredaron.  

Desde niña, aprendió a ayudar a su madre, asear su casa, cocinar la yuca, preparar masato (bebida tradicional) y cuidar a sus hermanos. Era la cuarta de los siete hijos vivos. Educarse no fue una opción para ella. 

 

“[…] Mi abuelito la castigaba. […] A veces, cuando no podía, su hermanito lloraba. Una vez, mi abuelo se enteró, la agarró y la aventó a un naranjal”, recuerda Elea, que le contó su madre. Estela tuvo una infancia difícil.  

Su estricto padre Carlos, apegado a las costumbres, enlazó a la pequeña Estela de 13 años, a Julio Morales de 17. “Mi abuelito le entregó a la fuerza. Antes, era costumbre entregar a las hijas. Venía el hijo de un señor, le decía: ‘Yo le quiero a tu hija’ y mi abuelito así la entregó”, explica Elea.   

 

La pequeña Estela dejó de ser niña para ser mujer, y antes de los 15 años fue madre. “A mi hermana, la segunda, la tuvo a los 16, y a Irma (la tercera), a los 17 años”, cuenta su primogénita, Elea.  

Los últimos hijos de mamá Estela, Hernelio (28) y Edith (24), vieron la luz mucho después, cuando su cuerpo mostraba madurez plena. Para ese entonces, sus sueños y yerbas medicinales ya habían salvado la vida de decenas de nativos, durante la defensa de los territorios asháninkas contra dos grupos terroristas, en 1989. 

 

LOS SUEÑOS

A finales de la década de 1980, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y el grupo armado Sendero Luminoso, buscaron asentarse en la Selva Central. “Ellos llegaron al territorio en la búsqueda de nuevos espacios donde extender la lucha armada, […]”, explica el antropólogo Hanne Veber, en su libro Yotantsi Ashi Otsipanki (Historias para nuestro futuro). 

Para 1988, según el artículo Las rondas asháninkas y la violencia política en la Selva Central, del antropólogo Oscar Espinoza, las armadas del terror tenían el control de los valles del Perené, Ene y Tambo (Satipo y Chanchamayo), en la región central del Perú. Aquí, saquearon a comunidades y asesinaron a líderes indígenas.

Una madrugada de 1989, Elea Morales recuerda que su madre tuvo que despertar a las cinco de la mañana para curar a los heridos. La defensa del Ejército Asháninka en Yaviridoni (zona en conflicto) no había resultado exitosa, y casi matan a sus tíos y a su padre. “No sé cómo se han escondido. […].  El primo de mi mamá estaba grave. […] Hasta a mi papá le pasó una bala por la cabeza”, narra Elea. 

El Ejército Asháninka se conformó aquel año en respuesta al asesinato del dirigente Alejandro Calderón a manos del MRTA. “Armándose con escopetas, arcos y flechas, […] con la finalidad de lograr la expulsión del MRTA y otros grupos armados”, explica el antropólogo Veber.

 

El Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), del año 2003, reveló las consecuencias: “[…] unos 10 mil asháninkas fueron desplazados forzosamente, seis mil fueron muertos y cinco mil de ellos fueron capturados por Sendero Luminoso”.

Estela Casanto, de Shankivironi, fue parte del grupo de médicas ancestrales que sanaron las mortales heridas de aquel ejército.   

Aquel entonces, a sus 24 años, Estela soñaba con tratamientos ancestrales para sus pacientes.Todo comenzó con un dolor en su cuerpo Al principio, buscó respuestas en el conocimiento de curanderos para la hernia que le aquejaba, pero fue en sus sueños que escuchó: “‘Esa yerba te va hacer bien’”, relata su hija Elea. A partir de ese día, los sueños de mamá Estela salvaron vidas.   

Empezó a conocer los efectos de las plantas, los secretos del vientre y la nueva vida, sabía posicionar a un feto meses antes del parto. Ayudó a mujeres nativas y colonas que querían alumbrar a sus pequeños de forma natural. 

Para la curandera, las sesiones tenían una única tarifa: la voluntad del paciente. “Él te va a sanar solo yo pongo mi mano”, decía. Elvis Jayunga, actual teniente gobernador de la comunidad, resaltó ante la policía a Estela “como jefa de mujeres indígenas”. Al final, la recompensa de Estela fue su reconocimiento. 

Alguna vez intentó confiar su conocimiento ancestral a sus hijas, pero, en aquel tiempo, la rebeldía de las jóvenes Elea, Erlinda e Irma interrumpió sus estudios. “Eso es lo que me pesa. Mi mamá nos explicaba, pero hacíamos como que no nos importaba. No le hicimos caso”, explica apenada Elea.

 

EL VECINO COLONO

Para la década de 1980, los primeros colonos campesinos de tierras andinas ocuparon tierras nativas. Compraron los terrenos de los yernos e hijos de los ancianos, nativos fundadores de Shankivironi. Los Carhuallanqui, Taype, Huaraca, Montes, Huamaní, Poma y Machuca, los primeros apellidos foráneos que llegaron a la comunidad en 1985.  

Los primeros en vender fueron “los Machari Mañuri (predecesor del actual jefe Alfonso Machari). Vendieron sus terrenos, siendo nativos.”, asevera Anila. Así, la propiedad vecina de Estela Casanto, a unos 100 metros al frente de su casa, pasó por una transición parecida. “Le pertenecía a mi tío abuelo” , afirma Elea.

  

Tras la muerte de ese nativo inmediatamente las chacras pasarían a sus hijos o yernos, pero, al parecer, estas quedaron sin propietario. Como el terreno no tenía propietario, la renta o venta de este quedó en las manos de la junta directiva de la comunidad.  

Así, entre el 83 y 85, la propiedad pasó a manos de Gregorio Cueva, el primer vecino colono de Estela. “Entró un colono; […] por intermedio de la comunidad solicitó el terreno para trabajar”, recuerda Anila Boliviano, exsubjefa de la comunidad.  

Con el tiempo, el vecino Cueva se asentó, tenía hijas y yernos, quienes después,  vendieron las tierras que heredaron. Así llegaron los actuales propietarios, la familia de la señora Mildred Vargas.  

Con base a la descripción de Anila Boliviano, de los cinco sectores que tiene Shankivironi, dos sucumbieron a la expansión territorial colona: Alto Shankivironi y 7 de junio. La incursión foránea no era del agrado de Estela y le provocaba dudas. “De pequeña, me dijo mi mamá que, […] no considere vender mi chacra, […] Uno nunca sabe qué tipo de persona vendrá”, explica Elea.

 

“‘Vendemelo tu terreno’, (le pedía el vecino) pero ella no quería, y él le decía: ‘Algún día, ese terreno va ser mío’, como si fuera una amenaza”, narra Erlinda Morales, la segunda hija de Estela. Hasta le ofrecieron el monto “40 mil soles”, dice Elea. El terreno que deseaban, al parecer, la vecina Mildred y su familia, se ubica en la frontera de los sectores de Bajo Shankivironi y San Carlos, a unos 100 metros.   

 

EL CONFLICTO

La tarde del 22 de diciembre del 2020, Estela llegó a Bajo Shankivironi, para contarle sus penas a Anila Boliviano. Estaba incómoda, pero no era la primera vez que relataba su frustración.

Los vecinos colonos que vivían en la otra colina la hostigaban. Al parecer, le impedían el paso por el camino ancestral, le prohibieron pescar en las orillas del río Shirarini y tampoco podía beber del agua de un punto de abastecimiento que compartían. “Tengo problemas con la señora (Mildred)”, recuerda Anila.  

En una ocasión, Estela bajó de su chacra con un costalito repleto de leña, en el camino los vecinos la encontraron, le arrebataron el costal y empezaron a vaciarla. “La tía Estela vivía sola, y como estaba sola, la humillaban”, cuenta. 

Este relato no pasó desapercibido, de acuerdo con Enrique Casanto, exjefe de Shankivironi y hermano de Estela. Menciona que ella se quejó ante toda la comunidad, “pero no le han hecho caso”.  

Los vecinos de Estela llegaron a la comunidad hace “unos dos o tres años”, calcula Erlinda y cuenta que el primer contacto que tuvieron con su madre fue delimitar sus territorios. “Si es posible, te haré una ‘gradita’ allá para que puedas pasar”, rememora Elea que le dijeron a su madre.  

La nativa no se quedó callada, dice Elea, ella les refutó: “sabe qué señor, yo soy neta de esta comunidad. Tú no tienes derecho de prohibir el paso. Yo defiendo mi territorio. Este terreno es mío, yo he nacido acá”. 

 

Pero, el conflicto no solo era limítrofe, también era por el punto de abastecimiento de agua que comparten los dos terrenos. “[…] Calladito él ha hecho su tubo todo’. Al enterarse Estela le reclamó, “cómo es posible vecino que tú me vas a hacer esas cosas […], respeto guarda respeto”, narra Elea.  

En el mismo mes de diciembre, Estela se infectó de Covid-19. La médica ancestral se trató durante 15 días con infusiones de kion, eucalipto y matico. Así superó la enfermedad, pero no los hostigamientos. Desde el 23 de febrero, la curandera se quedó totalmente sola. Frank, su nieto, había enfermado, y para su tratamiento era necesario que toda su familia vuelva a la casa de Bajo Shankivironi, por lo menos dos semanas.  

A ningún familiar de Estela, se les pasó por la cabeza que esos 15 días serían los últimos de la nativa. 

 

LA PEQUEÑA CUEVA

 

La tarde del jueves, 11 de marzo, Estela preparaba gigantes ramas secas para reparar su techo; caía la noche y Julio Aurelio, su yerno, terminaba de ayudarla. De pronto, su suegra empezó a llorar y le expresó: “creo que no voy a existir”. Aurelio la tranquilizó, hasta después de unos minutos. 

 

El yerno se despidió de su suegra; divisó en la casa del vecino a un joven acompañado de una mujer, y partió sin saber que sería el último en ver a Estela Casanto con vida. 

Al día siguiente, el cielo en Shankivironi lloraba intensamente. Julio Aurelio partió de su casa a las nueve de la mañana hacia la chacra que le heredó su suegra.  

La casa de Estela Casanto es pequeña, de material rústico con palos, carrizo y techo de humiro (planta asháninka), sin fluido eléctrico ni agua potable. Aurelio pasó por allí camino a su chacra y no encontró a su suegra. Imaginó que ella dormía, la llamó y no obtuvo respuesta, entonces pensó que estaba en el baño y se fue a trabajar. 

Regresó a las 11 de la mañana, para almorzar con su suegra. Llegó a la casa, ingresó al cuarto y todo seguía intacto.Las botas de Estelas seguían en su lugar y ella no acostumbraba salir sin estas. Todo eso le resultó sospechoso. “Mi corazón presiente que algo le había pasado a mi suegra,” rememora. 

Unos minutos después, en el barranco a unos 10 metros de la casa, Aurelio halló huellas en la tierra húmeda, y empezó a seguirlas. “Pensé que podría encontrar algo”, narra. Y así fue, en un punto del risco encontró un rastro, “como si se hubiera resbalado o rodado”, explica el yerno.  

De pronto, Aurelio quiso seguir las huellas; pero, paró en seco, tuvo miedo y no quiso continuar. Casi al mediodía, decidió llamar a su esposa y sus hijos. Así, Wanir Aurelio (23), su primogénito, llegó después de unos 20 minutos. Tras una breve explicación de su padre, el nieto de Estela empezó a buscar en la casa. En el proceso, entre las sábanas y el mosquitero encontró sangre.  

—Seguro, ya lo mataron, —concluyó triste Aurelio, en ese momento. 

Casi al tiempo que descubrieron la sangre, Elea Morales llegó a la casa de su madre, se informó. Y sin tiempo para lamentarse, ella y su esposo siguieron la ruta del río buscando algún rastro de Estela; mientras que los nietos Werner y Frank caminaron hacia la chacra.  

En el camino, los jóvenes encontraron pisadas de botas “de varón, marca Venus, talla 42, aproximadamente”, relató Werner en una declaración policial. Huellas que finalmente condujeron hasta las orillas del río Shirarini, y después de caminar unos 10 metros a contracorriente, la encontraron. “A unos 800 metros más o menos”, dice Estela. 

 

A orillas del río, entre los matorrales y la maleza, resguardada por piedras, e incrustada en una pequeña cueva, la vieron. “[…] Se encontraba echada de espaldas, con las piernas recogidas como si estuviera de rodillas, sus manos estaban pegadas, hacia los costados de su cuerpo,” narra Werner. 

Había empezado el suplicio. En el desconsuelo, pensaron en avisar a las autoridades; sin embargo, Werner no soportó ver en esas condiciones a su abuela. “Acaso es un animal”, menciona Aurelio que dijo su hijo. El cuerpo inerte y embarrado de Estela vestía un morral de coca, rosado y con flores, que cruzaba un polo blanco manga larga, pantalón jean azul, y sin zapatos.  

Werner sacó a su abuela y la cargó hasta cierto punto del recorrido, después intercaló la responsabilidad con su padre, quien la cargó hasta su casa. Una vez allí, decidieron bañarla, la secaron, y le pusieron su kushma (vestimenta ancestral) azul. Casi al rato, su muerte llegó a oídos de autoridades comunales, distritales y, por azares de la inmediatez, de la prensa nacional. Shankivironi lloraba otra vez.  

 

EL ESCAPE

El viernes 12 de marzo de 2021, a las cuatro de la tarde, efectivos de la Policía Nacional del Perú (PNP) llegaron a la casa de Estela Casanto, y encontraron su cuerpo inerte tendido sobre la cama, cubierta con una frazada ploma con diseños de la bandera peruana.  

 

“Encontré a mi tía con su nariz chancada, su cara morada, me quedé fría”, detalla Doris Casanto.

Mientras tanto, al frente, Enrique Casanto notaba el comportamiento sospechoso de los vecinos tras la llegada de los efectivos policiales. “El vecino […] estaba incómodo, […] en ese momento, creo que ellos estaban comunicándose con sus familiares”, explica el exjefe de la comunidad.

 

Un día después, la denuncia mediática de la Central de Comunidades Nativas de la Selva Central (Ceconsec), sobre su presunto asesinato, y la labor de los medios de comunicación de la capital pusieron en agenda el caso. Su muerte fue contabilizada por estos, hasta marzo, como la séptima víctima indígena de las mafias de traficantes de tierras en el Perú. Antes de su muerte, Estela Casanto no era una asháninka conocida. 

“Ella nunca fue jefa”, afirmará Elvis Jayunga, teniente gobernador de Shankivironi.

De su labor como mujer indígena poco se supo. La catalogaron como “lideresa y dirigente”, sin embargo, ella nunca tuvo cargos en su comunidad. “A ella la respetábamos, por ser una mujer valiente”, la describe Anila.  Estela en realidad fue una de las fundadoras ancestrales de Shankivironi, matriarca de los Casanto, médica natural y defensora de sus tierras.

La lucha de la asháninka, Estela Casanto no se centró en la difusión de sus acciones “dirigenciales”, porque nunca las tuvo, sino en la clara posición que tenía sobre la venta de terrenos al interior de su comunidad y los efectos que tendría la expansión colona en la misma, pero nadie le hizo caso. 

 

“Los colonos son mayoría en la zona y desde hace meses toman decisiones a nombre de la comunidad Shankivironi”, mencionó a un medio nacional, Teddy Sinacay, presidente de Ceconsec. El día que el nombre de Estela Casanto se hizó noticia nacional, el principal investigado de su asesinato y su familia se marcharon de Shankivironi.  

Luigui Leguía Ortiz (23), el principal sospechoso del presunto asesinato de Estela Casanto, y su familia, desaparecieron de la comunidad, con conocimiento del actual jefe de Shankivironi, Alfonso Machari. “Se habrían retirado el día (sábado) 13 de marzo a las 15 horas aproximadamente, lo cual sería sospechoso”, estipula el Acta de ocurrencia policial del domingo 14 de marzo,  

“El jefe le dio autorización. No sé por qué le dio. Después cuando le pregunté por esto, me dijo: ‘para qué vamos a retenerlo, la verdad, la verdad, no se sabe si es él, simplemente sospechan,” recuerda el teniente gobernador, Elvis Jayunga.   

Después, el jefe Alfonso Machari (39), justificaría su decisión, el 14 de marzo a la policía, que los vecinos solo estaban autorizados para llevarse sus gallinas para venderlas. “Además de ello le dije que no saquen cosas”. Pero, Elea Morales asevera que el jefe incumplió las órdenes de los efectivos policiales.  

“[…] Bien claro le dijeron los policías al jefe, nadie tiene que sacar nada hasta que se encuentre el culpable. Pero el jefe no entiende, le dio permiso […]”, explica Elea. 

La evaluación necrológica, del sábado 13 de marzo, establece que la causa de muerte de Estela Casanto fue la “aspiración de coca masticada, la hemorragia subaracnoidea focalizada y la policontusión en la cabeza, cara y cuello”, y el desencadenante fue la “coca masticada aspirado a tráquea y agente duro.” En resumen, la asháninka habría fallecido por atragantamiento con hojas de coca. 

Pero, para la familia Casanto, los resultados del certificado de necropsia, no concordaba con su teoría, que afirma que la asháninka fue asesinada. “Ella no se ha atragantado. [,..]. Si se hubiera atragantado, estaría en su casa, pero mi mamá ha aparecido en otro lugar. ¿Cómo va a aparecer allí? La metieron. Eso es otra cosa”, teoriza Erlinda.  

Frente a esto, al principio, se agilizaron las indagaciones fiscales y policiales, pues, la muerte de Estela Casanto era noticia coyuntural y alertaba a todos. El lunes, 15 de marzo, la expresidenta del Congreso de la República del Perú, Mirtha Vásquez, solicitó al Ministerio del Interior, “políticas y acciones de protección en favor de defensores ambientales pertenecientes […] a Junín”.   

Pero, después de seis meses del inicio del proceso investigatorio, de acuerdo con la familia Casanto, no hay rastro del investigado y su familia. 

“Los vecinos ahorita no están. Su casa está en silencio. No sé si a ellos los están investigando. No me dijeron nada los abogados, y la comunidad, la verdad, la verdad, no actuaron”, asevera Erlinda Morales. 

La actual defensora pública del caso es Zoyla García, cuyas indagaciones se vieron interrumpidas, todo el mes de agosto por sus vacaciones hasta septiembre, y cuya declaración no desea dar, sin autorización de sus superiores.

 

Por su lado, la coordinación de la investigación, por parte del Ministerio Público, cambiaría de posta el 07 de junio. El nuevo fiscal provincial, Daniel Coronado, confirma el retraso de la indagación por el avance de la pandemia en el país.  

Sin embargo, afirmó que el caso está “en etapa de formalización; aquí se individualizan los delitos a las partes”. Los mismos que están en calidad de investigados”. Por ahora, el fiscal no puede asegurar cuándo terminará la investigación pues “es un caso complejo”.

Para Anila si esto se hubiera resuelto bajo las tradiciones asháninkas y la propia justicia comunal, ya hubieran descubierto al asesino, “hace rato, pero por respeto a las leyes no lo hacemos”. 

Debido a las normas, Elea Morales aún no puede recoger su propia kushma que está en la casa de su madre, hace siete meses. Las autoridades prohibieron el ingreso, hasta que el enigma tras la muerte de Estela se resuelva.  

Estela no tiene fotografías. Así que los únicos recuerdos que tienen de ella están allí, su ropa, sus hierbas medicinales, su morral de coca, la sangre que derramó en su último suspiro y quizá la pista que grite, por fin, el nombre del asesino.

Este artículo es parte del proyecto Energía y Transición Justa, de FES Chile y Climate Tracker. Fue publicado originalmente en El Desconcierto el 1 de diciembre de 2020

 

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