Antes de que Hidroituango, la central hidroeléctrica más grande de Colombia, sepultara las riberas del río Cauca en donde pescaba y extraía oro de forma artesanal, Acened Higuita jamás había pensado en el origen de la luz que brotaba de las bombillas de su casa. “Nosotros pensábamos que la energía es prender el bombillo y listo, tenemos energía”, dice esta mujer de 47 años que vive en Nueva Llanada, un pequeño poblado apenas aferrado a las cuestas escarpadas del municipio de Peque, en el occidente de Colombia. La última década de su vida, en la que pasó de ser una campesina a la presidenta de la Asociación de Víctimas y Afectados por Mega Proyectos de Peque, la han llevado a preguntarse por “todo lo que ha pasado para prender ese bombillo, cuántas personas ha afectado esa [luz] prendida”.
Hidroituango produce el 17% de la energía que necesita Colombia cada hora. Durante décadas, campesinos, pescadores y mineros artesanales han protestado contra la constructora del proyecto, Empresas Públicas de Medellín (EPM). Quienes protestan, aseguran que no han sido reparados por la pérdida de ingresos y la pérdida de cosechas, que alegan, se relaciona con cambios en el clima tras el llenado del embalse. En 2013, cerca de 600 personas viajaron en una caravana de buses desde ocho municipios afectados por la hidroeléctrica y se instalaron en el coliseo de la Universidad de Antioquia, en Medellín. Siete meses más tarde, exhaustos de un diálogo estancado con la alcaldía, la gobernación y la empresa, los campesinos regresaron a sus hogares.
“Sentíamos que está muy bien hacerle oposición al proyecto hidroeléctrico, pero siempre pensábamos que teníamos que tener una alternativa,” dice Diana Giraldo, cofundadora de Comunidades Setaa, como hoy se llama el movimiento social que lidera junto a su esposo, Juan Pablo Soler, y al que pertenece la asociación liderada por Acened Higuita. “Muchas veces nos decían: ‘Ya sabemos cuál es su protesta, ahora ¿cuál es su propuesta?”, añade Soler.
Entre 2013 y 2014, Higuita y otros campesinos afectados por megaproyectos hidroeléctricos empezaron a preguntarse por el modelo energético de Colombia. Concluyeron que necesitaban energías que pudieran instalar y mantener en sus hogares, que les permitieran secar el café, regar cultivos o cocinar. Que, en últimas, les permitieran quedarse en sus territorios viviendo dignamente, explica Higuita.
Así nació la Escuela de Formación de Técnicos Comunitarios en Energías Alternativas, la primera y única iniciativa de formación en este tipo de energías pensada por y para las comunidades campesinas de Colombia. Si bien han instalado tecnologías como estufas de leña eficientes, se han enfocado en “cosechar la energía del sol” a través de deshidratadores solares –enormes estructuras, similares a invernaderos, para secar hierbas aromáticas, granos y tubérculos que luego convierten en harinas–, biodigestores – que con el estiércol de animales genera gas metano que usan para cocinar– y paneles solares.
A diferencia de otros proyectos de energías alternativas, que se centran en la instalación de las tecnologías, la escuela busca capacitar a sus integrantes para que se apropien de ellas y sean capaces de replicarlas en otras fincas o familias, dice Soler. La idea es que en el futuro los técnicos más experimentados puedan vender sus servicios como una fuente de ingreso extra, explica Soler, quien además de su trabajo en Comunidades Setaa, es coordinador de proyectos del área de energía y justicia climática en la organización no gubernamental Censat Agua Viva.
Desde 2016, cuando comenzaron los talleres, alrededor de 80 campesinos y campesinas han aprendido a diseñar, construir, mantener y reparar sistemas de energías alternativas a pequeña escala.
Hasta la fecha, han instalado ocho paneles solares, 15 deshidratadores solares y cerca de 20 biodigestores y 20 estufas eficientes en comunidades de los departamentos de Santander y Antioquia.
Uno de esos deshidratadores y tres biodigestores están en la pequeña finca donde Higuita y su esposo crían cerdos y gallinas y cultivan café, maíz y frijol. Y, desde el pasado 31 de agosto, uno de esos paneles solares está sembrado al frente de su hogar desde el cual se divisa el embalse azul verdoso de Hidroituango.
Sembrando el cambio
Tras una travesía de casi dos semanas desde Medellín, en julio de 2023, los seis paneles llegaron a cuestas de una de las dos camionetas que recorren el camino sin pavimentar que conecta a Nueva Llanada con el casco urbano de Peque. Pero esperaron arrumados más de un mes antes de su instalación, pues las lluvias derritieron los costados de la única vía que llega hasta Peque, haciendo imposible la entrada de Ebiliardo Martínez, el técnico que debía montarlos.
Esa mañana, con vallenato y reguetón de fondo, los miembros de la escuela se paran alrededor de Juan Pablo Soler, mientras él les explicaba por qué para cosechar cada rayo de luz, el panel solar debe inclinarse 15 grados hacia el sur. No hay cuadernos ni fichas ni instrucciones escritas, solo miradas atentas y el celular de Higuita grabando. Más tarde, el técnico Ebiliardo Martínez le enseña a Diana Giraldo y a una vecina, Franquelina David, cómo usar el taladro. Si bien al principio la mayoría de los miembros de la escuela eran hombres, hoy son las mujeres quienes lideran el proceso, cuenta Soler. “El modelo energético actual es muy masculino”, dice Soler. Las cifras le dan la razón: se calcula que tan solo el 24% de quienes integran el sector energético en América Latina son mujeres, según el BID. “Desde el uso de herramientas, queremos hacer reflexiones sobre la distribución de cargas, de tareas y del aporte de las mujeres”.
Al ser las encargadas del hogar, son ellas quienes se han visto más directamente impactadas por las tecnologías implementadas, dice por su parte Higuita. Desde que se instaló hace cinco años, estima que el biodigestor le ha ahorrado a su familia entre 70.000 y 125.000 pesos colombianos al mes (entre 20 y 31 dólares) y ha disminuido su consumo de leña a la mitad. Le ha ahorrado, además, el desgaste físico de ir a recogerla.
El deshidratador, que usan sobre todo en tiempos de cosecha de café, ha liberado las horas que antes dedicaba a entrar y sacar del patio de la casa los granos de café que en un minuto se tuestan bajo el sol y al siguiente pueden ahogarse bajo un aguacero del trópico. Además, allí seca la yuca y el plátano que muelen hasta convertirlos en harina que reparte en las mañanas a gallinas y marranos, lo que le ahorra cerca del 40% del dinero del concentrado industrial.
Si bien los impactos son específicos para cada proyecto, se calcula que la instalación de paneles solares ha reducido hasta en 300,000 pesos mensuales (75 dólares) las factura de luz en los proyectos más grandes. Las estufas eficientes, en promedio, han reducido el consumo de leña en un 40%, dice Soler. Y el uso de biodigestores ha reducido la necesidad de comprar gas propano entre un 40 y 100% en los hogares, lo que representa un ahorro de entre 28,000 y 70,000 pesos mensuales (entre 7 y 17 dólares). Para Martínez, no obstante, la evidencia más grande de que el proceso funciona es que los proyectos que tienen en Santander desde hace más de 4 años siguen funcionando bien.
El técnico electromecánico cree que el secreto del éxito de esta iniciativa está en la formación. “A las demás fundaciones les interesa montar los proyectos y dejarlos funcionando, pero no están interesados en capacitar a los usuarios”, dice.
Para enseñar, Martínez echa mano de conocimientos en pedagogía que aprendió en su paso por el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) y como testigo de Jehová. Usa ilustraciones y fábulas para “motivar a la gente desde el mismo corazón(…). Les pregunto que miren las cosas que tienen alrededor y vean qué solución tenemos a la mano”.
La metodología, dice Soler, está en constante evolución. “Nosotros hemos aplicado una metodología de aprender haciendo y de aprender repitiendo”, explica. “Por las características socioculturales, no es como cuando alguien va a un espacio universitario. Nosotros nos reunimos en colectivo, tratamos de resolver dudas sobre la teoría y luego vamos a la práctica y sobre la práctica vamos reforzando los conceptos. Un técnico no se hace técnico por asistir a un módulo. Un técnico se hace técnico porque asiste a un módulo, hace un montaje, luego va a otro módulo, monta, repite. Alguien que sea técnico es alguien que ha montado cinco biodigestores en compañía y así con cada tecnología”. A la fecha no hay técnicos en energías solares, pero sí unos 20, cada uno especializado en alguna de las otras tres tecnologías.
Para el ingeniero eléctrico y profesor de la Universidad de la Costa Rafael Núñez, la idea de la escuela tiene un enorme potencial, pero cree que tiene sus limitaciones. “Sin los conocimientos de física y electricidad, creo que es imposible pensar en que diseñen solos las instalaciones”, dice. Sin embargo, cree que, con paciencia y con un énfasis en lo práctico, es viable capacitar a las personas para que sepan montar, manejar y reparar los módulos de energía solar. “Es una tarea de mucha paciencia, pero creo que, a la larga, sí van a tener un buen resultado”, dice.
Al caer la tarde, Bernardo Torres, el esposo de Higuita, dirige la siembra de la estructura que sostendrá el panel. “La dificultad mía es que no sé leer y escribir, pero tengo buena memoria. En la escuela de técnicos han tenido toda la paciencia. Porque si a uno le gusta una cosa, pues uno memoriza y puede replicar”, dice. Sin embargo, cree que, para realmente sentirse capaz de instalar un panel solar él solo –es decir, de ‘graduarse’ como técnico– las siembras de paneles deberían suceder más a menudo. Es consciente, claro, de que el mal estado de las vías y los limitados fondos con los que trabajan, hacen de esto una tarea imposible por ahora.
Un potencial sin cosechar
El modelo de la escuela podría ser clave para las comunidades que todavía no están conectadas a la red nacional de electricidad, dice Diana Giraldo. En Colombia todavía hay 1.710 localidades rurales, en donde viven alrededor de 128.587 personas, que solo cuentan con electricidad entre cuatro y doce horas al día, según cifras del Instituto de Planificación y Promoción de Soluciones Energéticas para las Zonas no Interconectadas (Ipse). “Nosotros no queremos generar dependencia, sino crear autonomías y que se produzca energía para lo local”, agrega.
Un estudio publicado en 2019 que analizó el acceso a la electricidad de cinco poblados remotos en el Pacífico colombiano, encontró que “instalar microrredes fotovoltaicas en cada pueblo podría proporcionar a los hogares electricidad más fiable de una forma más rentable a lo largo de la vida útil del proyecto, en comparación con la ampliación de la red eléctrica municipal.
Giraldo y Soler han tocado las puertas del Gobierno de Gustavo Petro, quien tomó como una de sus banderas la transición energética justa para acabar con la dependencia de los combustibles fósiles. En febrero de este año, tras una audiencia pública en el Congreso sobre energías comunitarias, diez organizaciones le presentaron una cartilla al Ministerio de Minas y Energía – el encargado de trazar la ruta de la transición energética– con propuestas como la creación de programas de formación técnica sobre energías renovables no convencionales con enfoque comunitario; reformar el Fondo de Energías No Convencionales, Fenoge, para que los proyectos de energía comunitaria puedan acceder a fondos de esa entidad sin intermediarios; y la inclusión de “canastas energéticas” que integren distintos tipos de energías alternativas –tal como sucede en casa de Huiguita– para quienes se entregarán tierras en la ambiciosa reforma agraria planteada por el Gobierno.
Sin embargo, la ruta publicada por el ministerio en agosto no incluyó ninguna de sus propuestas. De acuerdo con Mauricio Rey, encargado de comunicaciones en ese departamento, el objetivo de la ruta no era incluir las propuestas para la transición justa, sino diseñar posibles escenarios futuros de qué hacer “para avanzar en la transición energética”. Respecto a los reclamos de algunas organizaciones sobre la falta de inclusión de sus propuestas, Rey asegura que el Gobierno está “absolutamente presto” a conversar. “La transición energética es con las organizaciones que han venido pensando la transición energética desde lo comunitario como una forma de generar soberanía energética”, sostiene.
Pero los miembros de la escuela entrevistados para este reportaje temen que el modelo de comunidades energéticas propuestas por el Gobierno fracase, precisamente, porque no está anclado a que las comunidades resuelvan sus propias necesidades, sino a que se conviertan en comerciantes de electricidad. “El tema energético no se puede imponer por decreto o por agenda”, asegura Soler. “Si nosotros hubiéramos venido aquí hace 20 años para poner un biodigestor, estaría tirado sin ningún nivel de apropiación”.
Sin embargo, el funcionario del ministerio asegura que el Gobierno está trabajando en el decreto de ley con las reglas de juego que regirán a las comunidades energéticas – que, dice, no necesariamente están pensadas para vender energía al sistema nacional, sino que, si así lo desean, pueden dedicarse a satisfacer las necesidades locales.
“Nosotros no estamos pensando en que vamos a tener energía para vender o el gas para vender, sino para lo que nosotros necesitamos en nuestro hogar”, explica Higuita. “La escuela es la forma de aprender a solucionar mis problemas y los de otros. Esta es la apuesta, de poder aprender y decirle a otros: ‘Venga, yo le enseño’”.