Desde las alturas, Coronel se extiende como una franja entre el océano Pacífico y las estribaciones de la cordillera de la Costa. Esta ciudad chilena, situada en la Región del Biobío, a unos 500 kilómetros al sur de Santiago, fue durante décadas un símbolo del progreso industrial del país. Su historia se forjó entre la pesca y la minería del carbón, industrias que moldearon su carácter trabajador y resiliente. Hoy, esa geografía de contrastes —contenedores que bordean el mar y chimeneas que dominan el horizonte— encierra una historia de lucha contra la contaminación y el abandono.
En Coronel, el aire lleva más que sal y brisa marina: trae consigo las partículas finas de las termoeléctricas, las cenizas invisibles del carbón que alimentaron la energía de un país, pero dejaron a esta ciudad pagando el precio. Durante décadas, las chimeneas humeantes se levantaron como columnas del desarrollo industrial, mientras en sus sombras crecían barrios marcados por enfermedades respiratorias, suelos contaminados y aguas que no se pueden beber. El mar, que una vez fue fuente de vida, ahora es reflejo de un modelo que, para muchos, ha explotado sin devolver nada.
El primer cierre se produjo el 31 de diciembre de 2020. La pandemia no permitió otra cosa más que un evento telemático, sin ceremonia ni cámaras. En Coronel, bastaron unas pocas instrucciones por radio: “Señor ministro, le confirmo desconexión definitiva de Central Bocamina I”. Así, tras cincuenta y cuatro años en funcionamiento, se apagaba una de las termoeléctricas a carbón más icónicas de Chile. Sin aplausos ni discursos, solo un mensaje al Coordinador Eléctrico Nacional.
El segundo cierre, el de Bocamina II, fue muy distinto. Enel organizó una ceremonia que reunió a cerca de cien invitados bajo el techo de uno de los gigantescos domos que alguna vez guardaron carbón.
Son 200 metros de diámetro, 52 metros de alto, una superficie que duplica el tamaño del Movistar Arena de Santiago, una pieza monumental del paisaje industrial. Cada domo cubre un área en planta aproximada de 22.000 metros cuadrados, una de las estructuras de este tipo más grandes del mundo. “Mire dónde estamos. Cada pieza es única. Esto fue construido como una señal de respeto al medioambiente. Duró poco, menos de cinco años, pero tuvimos el coraje de tomar una decisión fuerte, única”, exclama en el registro el gerente general de Enel Generación Chile, James Lee Stancampiano, desde un escenario.
La implementación de esta enorme infraestructura convirtió a Bocamina en la primera planta en Chile con un sistema tan moderno, donde cada una podía guardar poco más de 100.000 toneladas de carbón para evitar el escape de gases. Pero esa modernidad tuvo sus límites y para los vecinos de Coronel, según comentaron a Climate Tracker, estos anuncios fueron “palabras vacías”.
La presidenta de la Junta de Vecinos de La Colonia, Milsa Chaparro, lo resume con desdén: “Decían que en tres años desarmarían Bocamina I, pero no han movido ni un solo fierro. Entonces, ¿qué cerraron al final cuando hablan de desconexión? Lo que más lamentamos son esos domos. Somos su patio trasero, ahogándonos en esta taza. Y todo esto sucedió porque nunca invitaron a La Colonia a opinar sobre nada”.
La Colonia: cuna obrera y símbolo de resistencia
A pocos metros de las termoeléctricas, sobre pequeños cerros rodeados de árboles, enredaderas y matorrales, se emplaza la población La Colonia, que guarda entre sus calles y casas de madera una historia de lucha y resiliencia.
En sus comienzos, este barrio fue testigo del auge y caída de la industria carbonífera, moldeando la vida y las aspiraciones de sus habitantes. Su origen se remonta a las pulperías, esos pequeños almacenes de menestras donde, además de adquirir vituallas indispensables, se desarrollaron tertulias populares, germen de una sociabilidad obrera que logró conquistas históricas como la jornada laboral de ocho horas.
“No se nos da el valor ni el lugar que deberíamos tener, somos la cuna de Coronel. Aquí nos sentimos invisibles en todo este proceso. Hemos sido testigos de cómo en otras ciudades se avanza con mesas de transición, pero aquí nos dejaron solos”, dijo a Climate Tracker el dirigente vecinal y extrabajador de Bocamina I y II, Gabriel Chaparro.
En el pasaje 5 de abril se encuentra la Junta de Vecinos N°12 de La Colonia, recién remodelada gracias a la gestión de los hermanos Milsa y Gabriel. Ambos recuerdan cómo los pobladores aprendieron a convivir con las termoeléctricas.
La unidad número uno de la Central Termoeléctrica Bocamina, con 128 MW de potencia instalada, operaba solo algunos meses al año en sus inicios, ya que la demanda energética del país era menor. Sin embargo, con el crecimiento poblacional y económico, la operación se volvió constante.
Más tarde llegó Bocamina II, una planta con 370 MW de potencia nominal equipada con una turbina General Electric, que marcó un cambio: generaba un ruido ensordecedor y vibraciones tan fuertes que movían el cerro. Aunque tras años de solicitudes se instaló un silenciador para mitigar el ruido, el vapor expulsado con tanta fuerza seguía resonando como el motor de un avión, interrumpiendo el descanso de los vecinos y recordándoles la imponente presencia de la central.
A diferencia de Tocopilla, donde el cierre de termoeléctricas estuvo acompañado por una mesa de transición que articuló soluciones para la comunidad, en Coronel no hubo espacio para planificar el presente ni el futuro. Desde la construcción de ambas termoeléctricas y tras el apagón, quedaron pasivos ambientales, empleos perdidos y un silencio más pesado que el rugir de las turbinas que una vez dominaron el paisaje.
“La idea siempre ha sido que la empresa participe con nosotros para mejorar las condiciones en las que vivimos; debería ser así. Pero desde el principio nos ofendieron, acusándonos de ser clandestinos, cuando lo único que hacíamos era abogar por nuestra población”, dijo Gabriel.
“Nos prometieron que al terminar el proyecto de Bocamina II arreglarían los caminos, pero nunca cumplieron. Solo pedíamos cosas básicas: juegos para los niños, operativos médicos, nada del otro mundo. Cerraron las puertas, no porque nosotros no quisiéramos dialogar, sino porque nunca se acercaron a trabajar realmente en conjunto”, alegó.
Promesas incumplidas y heridas abiertas
En abril de este año, cuando el Gobierno se había comprometido a conformar una Mesa de Transición Socioecológica Justa en 2022, la Seremi de Medio Ambiente confirmó que no se crearía. En su lugar, se optó por continuar con el Programa para la Recuperación Ambiental y Social (PRAS) y el Consejo para la Recuperación Ambiental y Social (CRAS), instancias ya existentes en la zona. Así, mientras la transición energética de Coronel avanza en lo técnico, el vacío social y ambiental persiste, dejando a la comunidad atrapada entre ceremonias y promesas que, hasta ahora, no se han materializado.
Las instancias como el PRAS y el CRAS, que podrían haber ofrecido soluciones, son percibidas como insuficientes. Un informe reciente de la ONG FIMA analizó el proceso de transición socioecológica en Coronel y destacó la falta de acceso a información clara por parte de los vecinos.
Según el estudio, la mitad de los participantes calificaron como “deficiente” o “muy deficiente” la incidencia de las organizaciones socioambientales en la toma de decisiones del CRAS. Además, quienes desistieron de participar señalaron que los espacios de diálogo no son representativos ni efectivos.
“No hay un proceso claro que determine quiénes integran espacios como el CRAS o el PRAS desde la sociedad civil”, explicó a este medio el abogado ambientalista y autor de informe de FIMA, Antonio Pulgar.
“No existen criterios establecidos para garantizar una representación inclusiva y transparente en estas mesas”, agregó.
Por su parte, el alcalde de Coronel, Boris Chamorro, deslizó que estas instancias “no sustituyen la necesidad de una Mesa de Transición Socioecológica Justa”, espacio que describió como “esencial” en tanto “involucra a comunidades, empresas, gobierno y expertos para asegurar que la transición sea realmente inclusiva”.
Los vecinos denuncian que, aunque se han implementado medidas cosméticas como la revegetación de los vertederos de ceniza, los problemas de fondo permanecen intactos. Milsa relató cómo las carpas y los árboles plantados en el antiguo vertedero no ocultan los riesgos latentes.
“La ceniza sigue ahí. Lo peor ya cayó, pero aún no sabemos las consecuencias. Tal vez en 10 o 20 años sepamos cuántos se enfermarán de cáncer”, apuntó, además de relevar el temor que significa la falta de monitoreo público del agua, indispensable para garantizar que los metales pesados no contaminen a la población.
Un estudio llevado a cabo en 2016 en la Región del Biobío, en colaboración con el Instituto de Salud Pública (ISP) y el Servicio de Salud Concepción, detectó la presencia de metales pesados en menores de la comuna de Coronel. De los participantes, 267 estaban dentro de los valores de referencia, mientras que 18 niños presentaron niveles elevados. Siete superaron el límite para arsénico, cinco para mercurio, tres para níquel y tres para cadmio. No se registraron niveles altos de plomo ni casos con más de un metal presente.
Las centrales termoeléctricas a carbón tienen un impacto significativo en la salud pública, especialmente en las comunidades expuestas a sus emisiones.
Según la epidemióloga y académica de la Universidad Católica de Chile, Sandra Cortés, los efectos en la población incluyen desde problemas respiratorios agudos hasta enfermedades crónicas. Los niños son particularmente vulnerables, presentando un mayor riesgo de alteraciones en el desarrollo pulmonar, neumonía y disminución del cociente intelectual.
«En estas zonas, la exposición crónica a contaminantes puede desencadenar enfermedades como el asma infantil o EPOC en adultos, además de un aumento entre el 20% y el 100% en mortalidad y morbilidad por causas cardiovasculares, respiratorias y cáncer», explicó a Climate Tracker.
Los erradicados
El desplazamiento en la zona comenzó con un proyecto para enterrar una cinta transportadora de Bocamina II, dejando de usarla sobre la superficie. Durante las excavaciones en 2008, los trabajadores encontraron una vertiente subterránea, algo común en un cerro con abundante agua, donde a solo dos metros de profundidad ya brota el líquido. Intentaron sellarla, pero el flujo era constante.
El agua, al filtrarse, terminó causando un socavón de aproximadamente seis por seis metros en un terreno cercano, en el sector 18 de Septiembre. Este colapso dejó al descubierto una antigua galería minera. La empresa, lejos de asumir responsabilidad, evadió las demandas iniciales.
En medio de esta crisis, durante una visita del entonces presidente Sebastián Piñera al puerto, los vecinos lograron entregar una carta exponiendo la situación. Esto llevó a la intervención de las autoridades locales y regionales, quienes ordenaron un estudio de suelo que confirmó la presencia de galerías subterráneas.
La solución fue la erradicación de los residentes más afectados: cinco casas inicialmente. Sin embargo, el malestar se extendió y más familias solicitaron ser trasladadas. Con protestas de por medio, Enel, el servicio de vivienda del país y el municipio acordaron ampliar el programa de reubicación. La empresa, interesada en expandir sus proyectos, incentivó el desplazamiento de quienes quisieran irse, transformando la evacuación de unas pocas viviendas en el desplazamiento masivo de toda la comunidad: la relocalización de 400 familias.
Viviana Melani, integrante de una de las familias que decidió trasladarse y presidenta de la Junta de Vecinos de la población La Peña, recuerda que, aunque el Servicio de Vivienda y Urbanismo y Enel facilitaron la construcción de nuevas casas mediante subsidios, la mudanza implicó dejar atrás mucho más que sus hogares.
Recordando ese proceso, detalló que antaño contaban con patios amplios que les permitían cultivar y criar animales, lo que representaba una fuente de sustento y actividad, especialmente para los adultos mayores.
Atrás quedaron los árboles frutales y la posibilidad de esparcimiento en patios amplios, espacios compartidos por generaciones que construyeron la población. A la fecha, en los pequeños terrenos donde fueron reasentados, perdieron esa posibilidad, una realidad que ha afectado sobre todo a la tercera edad.
La vida en el sector original, La Colonia, contaron vecinos, ofrecía una conexión con lugares emblemáticos de Coronel. Allí tenían acceso cercano a la playa, al cerro y a espacios comunitarios como multicanchas, clubes deportivos y sedes sociales, donde se reunían para actividades culturales y espirituales.
“En el nuevo lugar, esas instancias simplemente no existen. La gente pensó que habría apoyo del Estado o de la empresa que los reubicó, pero no fue así. Enel entregó las llaves y se olvidó de las familias”, contó Viviana.
Transición comunitaria ausente
La politóloga y directora de políticas públicas de la Fundación Ecosur, Pamela Poo, vivió durante catorce años en Arauco, a unos kilómetros de Coronel y Lota, una experiencia que reforzó su vínculo con la zona y la motivó a involucrarse en temas medioambientales. La presencia de familiares en la región y el incremento de casos de cáncer en la comunidad, incluidos miembros de su propia familia, la llevaron a profundizar en las problemáticas asociadas al traslado de poblaciones.
Algunos habitantes se negaron a trasladarse, mientras otros fueron reubicados en viviendas que presentaban deficiencias en su construcción, lo que desencadenó problemas adicionales, particularmente en un contexto climático adverso como el de Coronel, donde las lluvias son intensas.
“Vinieron a transformar el tejido social de la zona, a romperlo porque, además, después les tocó la conflictividad de que las casas estaban mal ejecutadas y obviamente eso les vino a traer otros problemas de salud, porque en Coronel llueve, y llueve harto”, afirmó Poo a este medio.
Además, como asesora parlamentaria, Poo ha liderado esfuerzos legislativos enfocados en la justicia ambiental. Fue promotora de un proyecto de Ley de Transición Socioecológica Justa, cuyo objetivo es establecer principios claros sobre este concepto y asignar responsabilidades a las empresas, especialmente en relación con la reparación de pasivos ambientales. El proyecto, que modifica la Ley 19.300 para incluir exigencias a las empresas, propone que aquellas sin Resolución de Calificación Ambiental presenten planes de remediación en un plazo de dos a tres años. También introduce regulaciones para proyectos futuros mediante estudios de impacto ambiental más estrictos.
“Ahora el proyecto lo estamos dejando dormir para ver cuál es la composición del Senado el próximo año, para ver si reactivamos la Comisión de Medio Ambiente. En estos momentos el Senado tiene tres senadores de derecha y dos de izquierda, si el proyecto se vota ahora en la comisión se va a perder, entonces hay que saber esperar. Sin embargo, si se aprobara con la reforma a la ley 19.300 sería un cambio de paradigma gigantesco”, adelantó la especialista.
A pesar de las resistencias gubernamentales, Poo destaca que la propuesta superó su primer trámite legislativo, un avance significativo hacia una transición más equitativa y sostenible.
La historia de Coronel revela las profundas desigualdades que pueden surgir en el contexto de una transición energética mal planificada. El cierre de Bocamina marcó un avance técnico significativo para el país, pero dejó a la comunidad frente a una deuda social y ambiental aún sin saldar.
Una transición ecológica justa no puede limitarse a desmantelar infraestructuras contaminantes; debe incluir a las personas que habitan esos territorios. Sin una mesa de transición ecológica justa, que garantice la participación inclusiva y soluciones integrales, Coronel seguirá siendo un testimonio de cómo el progreso puede convertirse en abandono.