Justicia climática
“Lo que ayer era realidad, hoy es historia”. Así comienza el discurso de Tipuici Manoki, líder indígena de la aldea Treze de Maio y docente de la aldea Cravari, en la Tierra Indígena Irantxe (Mato Grosso, Brasil). Se refiere a la abundancia de peces en las islas São Domingos y a las estaciones bien definidas, según el calendario de siembra del pueblo, que existían antes de que se sintieran los impactos del cambio climático y de la construcción de una hidroeléctrica en la región. Hoy son solo historias cargadas de recuerdos.
Pero eso no es todo. La pandemia del COVID-19 – que se relaciona con la degradación ambiental – también les ha generado una serie de problemas.
“Toda la sociedad brasileña y especialmente los pueblos indígenas están enfrentando muchas dificultades desde principios de 2020 con la pandemia de COVID-19. Bolsonaro declaró que los indígenas no eran considerados un grupo de riesgo de contagio comunitario en las circunstancias de la pandemia. ¿Cómo no? Nuestra forma de vivir en comunidad nos expone al riesgo, pero no tenemos la protección de los órganos de gobiernos competentes, no tenemos el apoyo para enfrentar la pandemia y, lamentablemente, hemos perdido muchos líderes, muchos niños”, asegura Tipuici.
El pueblo Manoki es apicultor, explica Manoel Kanunxi, líder y jefe general del pueblo Manoki que vive en la localidad de Asa Branca. Su miel Monoki siempre ha sido un referente en cuanto a calidad. Sin embargo, según la comunidad y los estudios sobre los efectos del clima en las plantas, el cambio climático está cambiando el periodo de floración, por lo que las abejas meliponas estarían apareciendo en diferentes épocas y ya no se ven como antes, afectando la producción y la seguridad alimentaria local. Esto se repite en otras partes del planeta, lo que ha generado preocupación global, ya que alrededor del 75% de los cultivos del mundo dependen de la polinización de las abejas y otros polinizadores.
En este sentido, Caimi Waissé Xavante, maestro de lengua portuguesa y xavante, y representante de la Asociación Alianza de los Pueblos de Roncador y de la Asociación Xavante Etenhiritipá, explica que el pueblo A’uwẽ (Xavante) también sufre la degradación de su territorio a través de la deforestación, la contaminación por plaguicidas y el cambio climático, lo que ha afectado su salud física, mental y espiritual.
Se ha constatado, precisamente, que algunos pueblos indígenas estarían más expuestos al cambio climático y a otros fenómenos ambientales que actúan en sinergia, cuyos efectos son amplificados por la desigualdad y el racismo ambiental. Por ello, muchos buscan revertir estos problemas que abundan no solo en Brasil, sino en toda América Latina.
Historias que se repiten
En la aldea Japuíra, perteneciente al pueblo Myky, un arroyo se secó por primera vez debido a la deforestación y al avance de los monocultivos alrededor de los manantiales, según Typyu Myky. Por lo mismo, el pueblo Mehinaku ha denunciado cómo el agronegocio ha transformado los territorios indígenas en islas, donde sus habitantes ya enfrentan las alteraciones del clima, como el aumento de la temperatura, la lluvia y los fuertes vientos.
Según la presidenta del Comité Regional del Instituto para el Cambio Climático (IMC) y del Comité Regional de Alianzas con los Pueblos Indígenas y Otras Poblaciones Tradicionales (GCF), Francisca Arara, los pueblos indígenas ya sienten a diario una serie de efectos, como los eventos extremos asociados al cambio climático.
“En tiempos pasados, el río siempre corría normalmente, no había destrucción de los bosques alrededor del territorio, el fuego no escapaba a nuestro control durante la quema en nuestro jardín. Actualmente, las haciendas de soja y el ganado están ocupando los alrededores y también sentimos que el río se está secando y la temperatura del agua está aumentando. Además, el calor deja muy seca la hojarasca, convirtiéndola en un poderoso combustible para el fuego y quemando los nacimientos de los ríos”, relata Piratá Waurá, maestro indígena y habitante de la aldea Piyulaga, ubicada en la Tierra Indígena Xingu, municipio de Gaúcha do Norte, en la región noreste de Mato Grosso.
Similar es la situación de las comunidades ribereñas de la Reserva Extractiva Meio Juruá (RESEX). Manuel Silva da Cunha, gerente de Resex Médio Juruá, cuenta que “en 2021 tuvimos una crecida en este río Juruá, nunca vista en la historia. Este desequilibrio afecta directamente la vida de las personas. Por ejemplo, hay caucheros que perdieron casi 80 árboles de caucho en una sola carretera. Son diez libras de goma al día. Todos los cultivos de subsistencia se hundieron hasta el fondo del agua y necesitaban ser recuperados. El personal dejó de recolectar semillas, las que fueron arrastradas por las aguas”.
Para que estos eventos no caigan en el olvido, la Madre Doñana, residente y guardiana de las historias y narrativas del Quilombo Quingoma de Kingoma, y líder del Kingongo Ecuménico Terreiro de Matriz Africana Kingongo (fundado en 1569 y considerado el primero de Brasil), relata sobre los ríos que se secaron con la remoción del bosque de la ribera y la dificultad de continuar con la actividad principal de estas comunidades recolectoras.
El rol de las comunidades indígenas y tradicionales
Culturalmente, la naturaleza representa más que una herramienta de subsistencia para los pueblos indígenas y tradicionales. Esto contrasta con el pensamiento lineal y utilitario predominante en la sociedad moderna, centrado en extraer, consumir, producir y desechar.
Por ello se habla de que continúa el modelo colonial en América Latina, como una reminiscencia del siglo XVI con el mercantilismo y el modo de producción capitalista que comenzó en el siglo XVIII. De hecho, esto se refleja en la lógica de producción orientada a explotar la tierra lo más posible, con el fin de obtener materias primas y productos de forma rápida y voluminosa, en términos de cantidad, lo que ha generado una serie de impactos sobre la biodiversidad, el clima y las personas.
La prioridad en la acumulación de capital y en la ganancia generada ha derivado, además, en un alejamiento físico, espiritual y mental del medio ambiente, así como la merma en el pensamiento crítico y respetuoso sobre la gestión ambiental territorial, dirigiendo al planeta hacia el colapso ambiental que ya conocemos.
Por otro lado, los estudios etnográficos y las voces de los pueblos indígenas y tradicionales evidencian cómo la naturaleza representa un soporte para la vida social, las creencias, el conocimiento, la cultura y la relación histórica, la familiaridad y la necesidad. Son lazos recíprocos que rescatan lo que realmente somos: personas, quilombos (comunidades organizadas y emancipadoras de la esclavitud) y naturaleza.
Los pueblos indígenas y las comunidades tradicionales representan solo el 5% de la población mundial, según la Organización Mundial del Trabajo (OIT) pero cubren cerca del 22% de la superficie terrestre y protegen alrededor del 80% de la biodiversidad del planeta.
Esto se explica, por ejemplo, por varias prácticas que ayudan a mantener la diversidad biológica, como la domesticación y mantenimiento de cultivos adaptados localmente; la conservación y creación de paisajes con hábitats heterogéneos; la restauración de tierras degradadas; la prevención de la deforestación; y las cosmovisiones y conceptos alternativos sobre la relación entre la humanidad y la naturaleza.
Lo mismo ocurre en Brasil, el país más biodiverso del planeta que posee, además, una alta diversidad sociocultural. Según los informes de Povos Indígenas no Brasil (2016) y del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (2010), el país posee más de 250 pueblos indígenas diferentes, más de 150 lenguas y dialectos, además de numerosas poblaciones tradicionales (quilombolas, caiçaras, ribereños, caucheros y otros).
Asimismo, de acuerdo con un estudio, los pueblos indígenas habitaron en la Amazonía durante 5.000 años sin destruir el bioma, manteniendo al bosque en pie. Y en otra investigación se analizó la importancia de los territorios indígenas en la mitigación del cambio climático en Panamá y la cuenca del Amazonas, constatando que promueven soluciones efectivas para cumplir con el Acuerdo de París, tanto como áreas protegidas, protección forestal y almacenamiento de carbono.
A pesar de todos sus aportes, estas poblaciones han tenido que lidiar con acciones humanas que alimentan el cambio climático.
Racismo ambiental
Los antecedentes disponibles muestran cómo el legado colonial hace que los pueblos indígenas y tradicionales de los bosques sean históricamente los más vulnerables ante diversas amenazas y riesgos económicos, sociales y ambientales.
Aun así, los efectos de la crisis ambiental también afectan la resiliencia de grupos con vulnerabilidad estructural en las urbes, que viven sin servicios básicos. Ese es el caso de personas de menores ingresos, sin educación formal, negros (suma de poblaciones negras y mestizas), residentes de la periferia, mujeres y personas LGBTQIA+, que demuestran cómo los riesgos ambientales y climáticos no se comparten igualitariamente.
Por ello, reconocer las brechas y desigualdades puede promover acciones de justicia ambiental y climática contra el denominado racismo ambiental, término que alude a las injusticias y discriminaciones que sufren minorías étnicas.
De hecho, la “justicia ambiental” comenzó a discutirse a fines de la década de 1970, luego de que los residentes de un barrio de inmigrantes negros de clase media en Texas descubrieran que el Estado había autorizado una instalación para la eliminación de desechos en esa comunidad.
Inmediatamente se cuestionó por qué habían elegido ese lugar para la instalación, en vez de los barrios cercanos a personas blancas y con mayor poder adquisitivo. Cuando investigaron más, a través de los ojos del sociólogo Robert Bullard, se descubrió que 14 de los 17 vertederos de la ciudad estaban ubicados en barrios negros.
Otro punto importante es que solo un 25% de la población de Houston era negra. Según Bullard, la injusticia ambiental se caracteriza cuando el daño ambiental produce impactos desiguales que afectan desproporcionadamente a los grupos de bajos ingresos, marginados, minoritarios y vulnerables.
De esa forma, se hace evidente que, tanto en Brasil como en otros lugares del mundo, las consecuencias negativas se concentran en los barrios y territorios con mayor población negra, indígena y quilombola. En el caso de Houston, incluso las comunidades negras más ricas estuvieron más expuestas a estas instalaciones potencialmente contaminantes. demostrando que el ingreso no fue determinante.
Tanto en Brasil como en otros lugares del mundo, los impactos socioambientales negativos se concentran en los barrios y territorios con mayor población negra, indígena y quilombola.
Según el Instituto Polis, en Brasil las familias de bajos ingresos se concentran en áreas con poca infraestructura y servicios ambientales básicos, como la distribución de agua. En estos mismos territorios se concentran las poblaciones negras y morenas. Durante la pandemia del Covid-19, los efectos de la desigualdad social y el racismo ambiental se agudizaron en muchas regiones, donde “lavarse las manos” y “desinfectar superficies” se convirtió en un desafío, como se puede ver en el mapeo colaborativo realizado por la Coalizão pelo Clima.
La actuación de las autoridades en el tema es reciente. Por ejemplo, el Observatório do Legislativo Brasileiro (OLB) monitorea a los congresistas y analiza sus acciones, mientras que Politica por Inteiro sigue en tiempo real las políticas y cambios relevantes anunciados o realizados por el Ejecutivo Federal, así como por sus representantes electos. De esa manera, estos dos mecanismos analizan las tendencias y escenarios relacionados con la justicia ambiental y climática.
De hecho, el propio presidente saliente, Jair Bolsonaro, cuestionó y rechazó el uso del término “racismo ambiental” en una reunión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU que tuvo lugar en vísperas de la COP 26, en 2021, mientras continuó con una política de exterminio de pueblos indígenas y tradicionales, incluyendo el desmantelamiento de la política ambiental e indígena, el debilitamiento institucional de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), y el fomento a la minería y la agroindustria.
Una evidencia de ello es que el gobierno de Bolsonaro ha sido el que más ha deforestado la Amazonía hasta el momento, especialmente en Tierras Indígenas (TIs), fortaleciendo el mismo racismo ambiental que ha negado.
Responsabilidad del Norte Global
Si miras tu ciudad en este momento, ¿dónde están los basureros y vertederos? ¿Dónde están las peores tasas de contaminación del aire? ¿Dónde ocurren las inundaciones y los deslizamientos de tierra? ¿En qué área no hay saneamiento? ¿Y de qué color son las personas de estos territorios? Estas son, probablemente, las comunidades más expuestas a los impactos del cambio climático.
En el año 2022 se sintieron con fuerza una serie de injusticias en Brasil: Petrópolis, Angra dos Reis, Baixada Fluminense en Río de Janeiro y Recife fueron terriblemente impactadas por inundaciones, resultando en cientos de muertos y daños irreparables. A lo largo del año hubo ataques a comunidades indígenas como los Guajajara, Guarani Kaiowá y Pataxó causados por disputas territoriales con pistoleros y terratenientes. Se suma también la discusión sobre el Hito Temporal Indígena, un juicio central para el futuro de los pueblos originarios en Brasil porque legisla sobre el derecho más fundamental: la tierra.
Desde una perspectiva geopolítica, el Norte Global – es decir, los países de altos ingresos– ha contribuido enormemente al cambio climático debido a sus emisiones de gases de efecto invernadero.
Por otro lado, en el Sur Global – donde se encuentra América Latina – viven los principales afectados por la crisis climática. Por lo tanto, cuando miramos los cruces, este fenómeno funciona como una faceta más de la opresión del colonialismo, revelando patrones de impacto y la exclusión de personas de ciertos procesos y toma de decisiones, como sucede con pueblos indígenas, quilombolas, ribereños, mariscadores, mujeres negras, y personas de escasos recursos.
Es frecuente que sus voces no sean escuchadas y que no tengan el poder de decidir sobre acciones que afectan sus territorios y cuerpos. Esto se refleja de múltiples formas, desde la omisión de las lenguas indígenas, el asesinato y silenciamiento de sus líderes, el irrespeto a sus derechos legales y la falta de aceptación y visibilidad de sus narrativas.
En ese escenario, tal como han señalado instituciones como la FAO, las formas de vida de los pueblos indígenas pueden enseñarle mucho al mundo sobre cómo preservar los recursos naturales y cultivar alimentos de manera sostenible.
Por lo mismo, algunos investigadores enfatizan que los pueblos indígenas y tradicionales deberían estar en el centro de la discusión e, incluso, beneficiarse de los pagos que reciben los países por las emisiones evitadas.
Actualmente, muchos depositan su atención en la próxima COP27, que promete estar marcada por debates sobre justicia climática, con la presencia de pueblos indígenas, comunidades recolectoras y quilombolas.
Uno de los focos del movimiento indígena brasileño para la COP27 es el cumplimiento de una donación de US$1.700 millones para que los pueblos originarios sigan protegiendo sus territorios. Este compromiso fue suscrito en la COP26 por los gobiernos de Reino Unido, Estados Unidos, Alemania, Noruega y Holanda y 17 entidades filantrópicas, para que las comunidades indígenas reciban financiamiento climático, generando ingresos en sus respectivos territorios, reduciendo las amenazas de inseguridad alimentaria, valorando su cultura y conservando ecosistemas como el bosque.
En definitiva, el momento para integrar el conocimiento tradicional y la evidencia científica es ahora, mientras aún hay tiempo para actuar frente a esta crisis.